Arte

La maestría de María de Ávila

El arte de la memoria

23 mayo, 1999 02:00

Mientras en lo musical la Zaragoza de la posguerra civil contaba con una buena tradición, a través de las sociedades Filarmónica y de Conciertos, y con solistas de la calidad de Luis Galbe, Eduardo del Pueyo y, muy especialmente, la gran Pilar Bayona, que hizo más familiares a los zaragozanos, directamente o a través de Radio Zaragoza, las obras más complejas del piano antiguo o moderno, en la danza apenas había nada fuera de la academia de jota (excelente, por lo demás) de las Zapata. Mi primera impresión de lo que podía ser un ballet me la produjo la compañía de León Woizikovsky, en la que figuraba, por cierto, el gran André Eglevsky, y cuyas "Dances polovsiennes" abrieron en el teatro Argensola un mundo exótico y hechizado que París conocía medio siglo antes. Alexandre y Clotilde Sacharoff, vagabundos por la guerra mundial, nos brindaron la quintaesencia de un ballet moderno. Un aspecto más trivial, pero no por eso menos apreciado por las damas, lo ofrecieron Paul Goubé e Yvonne Alexander en sus "pas de deux" clásicos. Por fortuna, y como resultado de la afición de varios zaragozanos, una compañía ya relativamente numerosa, en parte procedente del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, llegó al Teatro Principal, dirigida por el primer bailarín y coreógrafo catalán Juan Magriñá, para ofrecernos, por fin, las princesas de Chaikovski y las alegres modistillas de Schubert. María de ávila (es decir, María Dolores Gómez de ávila) era ya, pese a su juventud, "prima ballerina assoluta" del Liceo y pudo hacernos distinguir entre la ingenuidad apasionada del Cisne Blanco y la perversa seducción del Cisne Negro, con una perfección técnica que apenas podíamos aquilatar.
La llegada de Lolita fue, para Zaragoza, un acontecimiento capital. Entre el grupo de amigos de las artes (el inolvidable filarmónico Eduardo Fauquié, el joven poeta Luis García Abrines, el arquitecto Alfonso Buñuel, el crítico y lírico Juan Eduardo Cirlot, el ingeniero José María García Gil, las hermanas Marraco o Bayona, etcétera) Lola halló una atmósfera de cordialidad y de admiración que selló fidelísimas amistades. Ya no se trataba de las danzas de "Aida" o del "Rigoletto", entremeses danzados, sino de un arte autónomo, el llamado "ballet" a falta de otro nombre, que encandiló a muchos jóvenes, niñas y niños (con muchos mayores reparos para estos) y que, cuando, al contraer Lola matrimonio con el ingeniero García Gil y, dejando el escenario del Liceo, se vino a vivir a Zaragoza, pareció una necesidad cultural en la ciudad aragonesa que exigía una escuela local y ¿quién podía ser mejor maestra que María de ávila?
El farragoso párrafo anterior abarca un tiempo de cerca de un lustro. En esos años en que, mi trabajo en Barcelona, cuna de firmes amistades, me hizo recapacitar sobre mi verdadera vocación, que no era la burocracia, traté constantemente a Lolita y era visita permanente o invitado de confianza en casa de sus amables tíos, que la adoraban. Me percaté de la honradez estética de esa muchacha, de su exigencia permanente contra sí misma, de sus nervios de acero cuerdas de un instrumento de honda sensibilidad, de su falta de pretensiones gratuitas combinada con su insobornable afán de perfección. Esta confianza me hizo adentrarme en el mundo del ballet y entraba por el escenario del Liceo (adonde acudían en aquellos años compañías de nombre internacional, como las del Coronel de Basil o el Marqués de Cuevas) como Pedro por su casa. En la familiaridad de los bastidores hice amistades con gente de la danza y aprendí las lecciones de su vocación, de su sacrifio llevado a veces al heroísmo, de su constante humildad en recibir lecciones, de su resistencia física y mental, de su insobornable paciencia... Me daba cuenta, al mismo tiempo, que la "Glorinda" o el "Moscardón" de María de ávila no tenían que envidiar a la "Casilda" de Tumánova, erguida inmóvil sobre una punta irreprochable...

Con ese espíritu inflexible para desterrar toda vulgaridad coreográfica, con ese cuidado enorme en el cultivo de jóvenes talentos, con ese sincero interés por educar convenientemente a quienes, pocos años después de dar sus primeros pasos, comienzan a aprender a andar, a moverse, a flexionar, a saltar, a girar, a respirar, a resistir hasta el límite más duro. Lo hacia con cariño pero sin debilidades; si fue exigente consigo misma, también lo ha sido y lo es con los demás.
Nunca ha escatimado esfuerzos propios ni ajenos, en aras de esa perfección que es casi inalcanzable, y nadie se lo ha podido negar. Con su experiencia propia y con la ajena vista concienzudamente en Barcelona, en París, en Madrid, Lola educó a sus "criaturas de Prometeo", entre las cuales han salido nombres de grandes artistas, unos agradecidos, algunos ingratos como es fatalidad en el ejercicio de cualquier arte, que para crecer ha de renegar de su procedencia. Aun así, el que cualquier joven que pretende ingresar en una compañía seria de ballet declare que llega de Zaragoza y de la escuela de María de ávila, le sirve de la mejor recomendación.
Y así ha sido como Zaragoza, que asistía en mis mocedades con asombro a las primeras "Sílfides" o "Príncipe Igor", como ante un fabuloso espectáculo de extraterrestres, se ha convertido en una rica cantera de bailarines. Lola, que ha dirigido simultáneamente dos cuerpos de ballet nacionales, el clásico y el español, sigue al pie del escenario, con una mirada de águila, a que nada escapa, siempre gran bailarina y maestra infatigable.