Enigmas Velázquez
el año del cuarto centenario del nacimiento de Velázquez puede ser, si se sabe aprovechar, la ocasión de desterrar definitivamente algunos tópicos sobre el gran maestro, y de brindar a los ojos del público, una imagen más verdadera del extraordinario artista, al que, con demasiada frecuencia, se sigue considerando como una simple, aunque prodigiosa, mano capaz de reproducir la realidad con una mágica facilidad.
Oculta gran parte de su obra -compuesta preferentemente de retratos- entre los muros del Alcázar de los Austrias y luego del Palacio Nuevo que los Borbones erigieron sobre el solar del anterior, quemado en 1734, sólo comenzó a ser abiertamente conocida en el siglo XIX, tras la creación del Museo del Prado, donde viajeros y eruditos pudieron establecer contacto con ella.
Y ese contacto, en el ambiente del Romanticismo deseoso de romper con la herencia académica y rigurosa del neoclasicismo tardío, admiró en él, sobre todo, esa apariencia de fidelidad a la realidad visual de las cosas y los hombres, servida con una técnica prodigiosamente simple, ligera y aparentemente fácil. Los personajes singulares que presentó el maestro -los bufones, los locos, los enanos- atrajeron sobre todo la atención y algunos pintores románticos -como Eugenio Lucas entre los nuestros, pero también algunos extranjeros, franceses e ingleses- imitaron hasta la saciedad a esos tipos “velazqueños”, en versiones casi caricaturescas del mundo y el ambiente que se veía en las “Meninas” (bautizadas así precisamente en este momento cuando hasta entonces se había conocido como “La Familia” real, por supuesto), y volcando la atención sobre los sirvientes por encima de los protagonistas verdaderos.
El realismo extremo que sucede al romanticismo y la investigación de signo positivista característica de los años de 1880-90 volvieron, sobre todo, al retratista implacable, y quisieron descubrir en una de sus obras mayores, “Las Hilanderas”, una especie de pintura social “avant la lettre”, una representación del trabajo, un taller de tejedoras concebido a gran escala, que había de ser de inmediato modelo de obras análogas de los artistas más ambiciosos como Gonzalo Bilbao, que en su “Fábrica de Tabacos” quiere evocar, decididamente, el ambiente “velazqueño”, tal como se entendía entonces.
La búsqueda del verdadero Velázquez ha de hacerse desde un conocimiento profundo de sus contemporáneos, quienes se enfrentaron con sus obras aún vírgenes
Y no puede olvidarse tampoco cómo la maravillosa ligereza del pincel, el “roce fugaz de un ala perdurable” que Rafael Alberti señalaba en un hermoso poema, fue exhibida por ciertos “impresionistas” como un antecedente de su propia manera de ver e interpretar, sin advertir que, por debajo de esa transitoria vibración luminosa de las superficies, hay en Velázquez, siempre, una severa y sólida construcción que no se disuelve jamás en el aire, como sucede en el impresionismo verdadero. Velázquez es hombre de su tiempo, y no puede verse ni leerse desde las convenciones de otros tiempos. La búsqueda del verdadero Velázquez ha de hacerse desde un conocimiento profundo de su propio ambiente, del pensamiento de sus contemporáneos, que eran quienes habían de enfrentarse con sus obras, aún vírgenes; con una aproximación, lo más rigurosa posible, a sus fuentes formales y conceptuales, en un ejercicio de humildad ante los enigmas -pues tales son en realidad muchas de sus obras- que sus lienzos proponen, y que se corresponden con perfecta adecuación, al mundo del conceptismo, su estricto contemporáneo.
“Las Hilanderas” son ya entendidas gracias a la intuición de D. Diego Angulo, como un relato mitológico tomado de Ovidio, en el que se presenta, con una envoltura de sutil actualización visual, el castigo de la soberbia Aracne que quiso desafiar a Atenea. La evidencia del argumento no deja sin embargo de plantear algún interrogante aún no resuelto. Pero deja muy claro que el “realista” por excelencia era un sabio conocedor de los textos clásicos, y sabía aproximarlos a los espectadores de su tiempo, con un ropaje de cotidianeidad que les acercaba la lección moral de modo análogo a lo que Caravaggio había hecho con los relatos evangélicos o hagiográficos al vestirlos con las ropas astrosas y vulgares de los tipos callejeros de cada día.
Aún queda mucho por saber de lo que en realidad significan muchos de los personajes que Velázquez exhibió en los muros de Palacio, cargados seguramente de sabias alusiones literarias, familiares a quienes los veían a diario y enigmáticas hoy, cuando no nos resignamos a ver en ellos simples retratos de personajes singulares.
Velázquez es también, en un país donde los artistas dependen por entero de la Iglesia, un hombre de singular libertad, que apenas cultiva la pintura religiosa
Lafuente Ferrari insistió siempre en que los retratos de Velázquez suponen un ejercicio de salvación del individuo, pues ofrece en cada imagen lo más hondo y digno de la persona retratada, dejándola convertida en algo que sobrevive al tiempo y la circunstancia, una aparición, como decía Ortega, que nos impone su presencia intemporal, hecha puro espíritu, desde la evocación de su apariencia física. Cierto es que así se nos presentan algunas de sus más impresionantes efigies. Pero aún en los lienzos de más inmediata presencia, hay seguramente unas más recónditas significaciones. “Las Meninas”, otra de las obras más significativas, y en torno a la cual se ha tejido una red más compleja de interpretaciones, nos desafía todavía con el misterio de su más profunda intención. La presencia-ausencia de los reyes, visibles en el espejo pero situados fuera del lienzo, donde el espectador se sitúa; la efigie de Velázquez, retratando lo que no se ve pero es fácil de imaginar, es decir, los Reyes dirigiéndose al espectador con interrogante mirada; la figurita de la Infanta Margarita, a la que todos se rinden, pero que mira también al espectador, es decir a su padres, que la contemplan a su vez, desde el espacio exterior al lienzo, es todo un sutil juego intelectual, un ingenioso “concepto”, con evidentes implicaciones políticas, aún no definitivamente resueltas, que sitúan al pintor en el vértice mismo de la interpretación de la monarquía y su continuidad.
Y Velázquez es también, en un país donde los artistas dependen por entero de la Iglesia, un hombre de singular libertad, que apenas —salvo en su juventud sevillana— cultiva la pintura religiosa con asiduidad y que puede, gracias a la protección real, crear composiciones mitológicas en las que el desnudo prima, al modo del clasicismo italiano, en el que tanto bebe, y que le permite además demostrar su conocimiento de las fuentes literarias -ya hemos aludido a Ovidio, a propósito de “Las Hilanderas”- y su familiaridad con los modelos de la escultura antigua y de la gran pintura veneciana. “La Venus del Espejo” de tan elegante sensualidad, debe mucho a Tiziano, pero también a la escultura del “Hermafrodita” que Velázquez conocía bien. Y en el “Mercurio y Argos”, obra capital de sus últimos años, en la que la ligereza del pincel se extrema hasta casi lo inconcebiblemente inmaterial, subyace el estudio de la escultura helenística del “Galo moribundo”, estudiada en Roma.
El gran pintor de la realidad, nos resulta, cuando más y mejor lo vamos conociendo, un verdadero hombre de su tiempo, nutrido de la savia clásica, conocedor de la emblemática moral, hábil en la composición de conceptos visuales, que pueden hermanar con los más sutiles de la literatura. Y por supuesto, un excepcional conocedor del alma humana, que se desnuda en sus retratos más hondos. Seguimos la evolución del rostro de Felipe IV, desde la turgencia juvenil, carnosa y sensual, de sus primeros retratos, hasta la cansada flacidez desencantada de los últimos, es toda una lección de historia. Y la delicada ternura de los infantes, promesas quebradas de la Monarquía, el simpático Baltasar Carlos o el fragilísimo Felipe Próspero, ofrecen una ilusionada esperanza que el tiempo se encargó de truncar. Y la astuta y recelosa mirada del Papa Inocencio X, nos dice más de la turbia realidad de la corte pontificia que los más rigurosos y documentados relatos históricos. Velázquez, con su aparente sencillez técnica “salva” al individuo, pero además nos regala, si sabemos leerlo, toda la palpitación de un tiempo, toda la compleja realidad de un siglo no en balde llamado “barroco”, amigo de la burla y del fasto, de la disciplina y del juego, de la fe y la sensualidad, de la tradición y el heroísmo.
Intentemos ver al maestro desde las coordenadas de su tiempo y sentiremos enriquecerse el nuestro.