Image: El retrato como hospitalidad

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Arte

El retrato como hospitalidad

por Ángel Gabilondo

12 junio, 2003 02:00

R. Mapplethorpe: Ken Moody, 1983. (gal. Arnés y Rüpke)

ángel Gabilondo, rector de la Univeridad Autónoma de Madrid y autor, entre otros libros, de La vuelta del otro. Diferencia, identidad y alteridad (Ed. Trotta, 2001), abre el capítulo sobre la alteridad subrayando la necesidad de escuchar al "otro". El arte suele ser narcisista, pero también puede abrir puertas a la comunicación entre individuos y culturas. Y así lo evidencian los escritos e imágenes de los fotógrafos que hemos seleccionado.

Basta aderezar la proclama eufórica de la variedad con algunos ingredientes folclóricos para acceder a una galería de diversas y curiosas imágenes. Bien recogidas en un álbum nos ofrecerían el pintoresquismo o la extravagancia, con tintes coloristas, de los otros. Siempre sería suficiente con los acentos presumiblemente cultos de quienes, ya viajados, nos explicarían con naturalidad lo que a los demás habría de resultarnos sorprendente. Los otros estarían lejos, a buen recaudo. No habría peligro. Las imágenes confirmarían que no se hacen presentes. Pero cuestionados por su ausencia, incluso aún más cuando parece que nos los presentan, es preciso preguntarse por quiénes son. No simplemente por cuáles son sus actividades, cuáles sus costumbres, ni siquiera tan sólo por su forma de vida. No basta con una adecuada información, ni con la complaciente "comprensión" de lo que les ocurre o hacen. La clave es preguntarse por el quién del otro y esto es más exigente. No nace de la simple curiosidad.

No parece adecuado decir, sin más, que la historia del pensamiento es la del olvido del otro. Semejante proclamación no es suficiente pero, en todo caso, está cargada de sentido. Porque ¿de qué otro nos ocupamos? Hegel destaca hasta qué punto "el puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro" es el elemento, el éter de la filosofía. Pero, tal vez, semejante otro no deja de ser el otro que soy para mí, el otro para mi gloriosa o penosa realización, el otro para nuestro consumo interno, al servicio de nuestra plenitud. Ello no supone que no haya un explícito interés por él, al contrario, lo hay. Y esa es la cuestión. Resulta interesante, porque tiene interés para nosotros. De ahí la explosión del pensamiento que hoy reclama con insistencia la consideración del otro, la consideración, no para el otro como yo, sino para el otro que yo, el otro absolutamente otro. Es su rostro, palabra y mirada irreductibles, el que irrumpe. Y ello implica alguna suerte de trastorno. Sólo entonces es cuando propiamente cabe la hospitalidad. Ya ha apuntado Benveniste la vinculación entre hospes, huésped, y hostis, enemigo. Se muestra así hasta qué punto el desafío es acoger a quien, diferente, nos altera, que es tanto como decir nos hace otros. Llega inesperada, quizá subrepticia o implacablemente. Y tiene palabra, y es palabra. Lejos de una caracterización abstracta, por más que ésta resulte teñida de detalles, es el otro que desea, que nos reclama y que habla, el otro que es capaz no sólo de querer algo, sino de necesitar y de crear. Y es cosa de decir, aquí estoy, heme aquí, puedes contar conmigo. La enemistad de lo inesperado es sin embargo la raíz de una verdadera acogida de su diferencia, como potencia de filía.

Todo resultaba razonablemente cómodo mientras el otro podía ser atendido bajo control del principio de razón suficiente, entendido como de ayuda fundada en razón. Sin duda, eso afectaba nuestras vidas, pero sin alterarlas. Ahora bien, la alteridad exige alteración, más aún, ésta es la señal de que alguien en verdad otro ha irrumpido trastornando algo más que nuestros planes. Desde semejante planteamiento, preparar la llegada del otro no es establecer las condiciones según unas expectativas, cumplidas las cuales, es decir, reducido a nuestras conveniencias, será acogido. Es fácil la bienvenida de la diferencia congelada en esta identidad. Sin embargo, salir al encuentro es una forma de espera singular que requiere la creación de determinadas condiciones. Podría hablarse entonces de una amabilidad casi trascendental que ofrece posibilidades para la venida, no sólo para la llegada, del otro. Y entre tales condiciones se requiere dejar hablar. No es infrecuente oír comentarios acerca de los demás, expresión por cierto, muy significativa, dado que parecen estar de sobra. Tampoco es inhabitual que se diga "la gente", con tono despectivo y aires de superioridad. Pero lo sintomático es que al hacerlo se reduce la diferencia de cada cual, de cada uno, a nuestra llamativa indiferencia. Resulta entonces curioso el mecanismo mediante el cual se produce tal consideración para con muchos otros, sin por ello vernos comprometidos con ninguno, con nadie. Dejar hablar no es ningún gesto de permisividad, ni de condescendencia, es un acto de reconocimiento a quien es de palabra, el otro. Si no se da esa posición, no hay hospitalidad. No es hablar en lugar de alguien, es procurar, propiciar las condiciones para que su voz sea palabra, para que además de dar cuenta de su placer o displacer, del gusto o el disgusto -para lo que les basta la voz- puedan tomar posición sobre lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto -que es lo que hace la palabra-. Aristóteles nos enseñó hasta qué punto es la palabra, y no sólo la voz, la que nos constituye como seres humanos.

Con semejante planteamiento debe de ser aún más difícil retratar, no ya una situación, sino la imposibilidad inmediata de vivir otra, la imposibilidad, a la par, de apropiárnosla del todo. Su materialidad nos desconcierta. Así, la hospitalidad crea condiciones para la palabra, para la amistad y la comunicación, sin las cuales el mundo estaría, a decir de Montaigne, enfermo. El retrato se ve llamado a escuchar algo más que lo dicho, también lo que silencia, lo que permite decir, lo que da que decir. No es hacerse cargo, sin más, de lo que pasa, sino asimismo de lo que hace pasar. Y la mirada viene a ser la de quien por sentirse acogido con otro mirar nos mira de tal modo que ya no podremos nunca mirar las cosas como lo hacíamos. No se trastorna lo visto, es que se altera el mirar y ya, nosotros, somos otros. Y los objetos y las situaciones y las vidas hablan con una intensidad y con un tono que sólo podrán ser acogidos por quien tiene que ver con lo que ve. Tener que ver con alguien es más aún que una solidaridad, es la experiencia de que sin ello, sin él o ella, no hay nada que ver, nada nuevo que hacer.