Image: Dalí. La persistencia daliniana

Image: Dalí. La persistencia daliniana

Arte

Dalí. La persistencia daliniana

6 mayo, 2004 02:00

La última cena, 1955. National Gellery, Washington

Planea entre los estudiosos una idea, tal vez llegue incluso al estadio de hipótesis: Dalí, como artista, muere en 1940.
Es decir, que, a partir de entonces, pervive el personaje, pero su obra ya no es capaz de aportar nada más a la historia
del arte.

Planea entre algunos estudiosos una idea, tal vez llegue incluso al estadio de hipótesis: Dalí, como artista, muere en 1940. Es decir, que, a partir de entonces, pervive el personaje, pero su obra ya no es capaz de aportar nada más a la historia del arte. Tal supuesto se sustenta en una convicción: el período estrictamente surrealista del pintor es de tal calibre, su influencia y su originalidad tan destacadas, que lo que viene después provoca una decepción sin límites. Quisiera empezar por suscribir la primera parte de la formulación, puesto que, a mi juicio, Dalí construye, entre finales de los años veinte y durante toda la década de los treinta, una de las obras más fundamentales del arte del siglo XX. Pero debo añadir de inmediato que el menosprecio de su última etapa incurre en ciertas arbitrariedades historiográficas.

En primer lugar, porque la obra de Dalí es, como en los casos de Duchamp y de Warhol, inseparable de su personaje. Y ese personaje renació con una fuerza inusitada a partir de los años cincuenta, aprovechándose de los emergentes medios de socialización de la cultura: los magazines ilustrados, la televisión, la publicidad… Que Dalí creo un personaje excéntrico, cercano al dislate, es cierto. él era consciente de ello, en 1970 declaraba: "Yo, si no organizara estos espectáculos y dijera disparates, interesaría mucho menos como pintor". Pero ese personaje es, en realidad, el mismo que en 1936, durante la Exposición Internacional Surrealista de Londres, se viste de buzo para dar una conferencia y, según el relato cercano a la leyenda, casi se ahoga al no poder respirar dentro de la escafandra. Aquella experiencia es contada como algo mítico, pero no deja de ser una excentricidad del mismo personaje que, muchos años más tarde, en 1965, se disfraza de Papa Noel y se pasea por la Quinta Avenida de Nueva York para promocionar su reciente libro, Journal d"un génie. Habría que reconocer que, en Dalí, esa excentricidad es persistente, consustancial con su proyecto creativo.

En cuanto a su trayectoria estrictamente artística, a finales de los años cuarenta, y coincidiendo con su regreso a España, Dalí proclama el inicio de una nueva etapa en su carrera: el neomisticismo. Un enunciado que encierra, sin duda, un nuevo retorno al orden, un regreso a los pintores del pasado que tanto admiraba (con Velázquez y Vermeer a la cabeza), aunque más en lo formal que en lo temático. Bien es cierto que es el momento de sus pinturas religiosas, de esas sorprendentes muestras de un cristianismo integral: Cristo de San Juan de la Cruz (1951), Corpus hypercubus (1954); La última cena (1955)... Sorprendentes porque parecen pertenecer a una nueva impostura de Dalí; no en vano, su "Manifiesto místico" (1951) se convierte en un nuevo señuelo para aparecer en los medios; por otra parte, en ese mismo período realiza cuadros tan antirreligiosos como esa provocativa Joven virgen autosodomizada (1954).

Pero ese nuevo misticismo es, también, la expresión en Dalí de un regreso continuo a la disciplina. Una pieza que inaugura esa idea es su Leda atómica de 1949 (en la imagen); Dalí dice que el cuadro está construido de una forma invisible a partir del Tratado de la divina proporción del matemático renacentista Luca Pacioli. Ya en pleno auge del surrealismo, Dalí había reivindicado -para incredulidad de Breton- a Meissonier como ejemplo de un pintor con reglas; a lo largo de la segunda mitad del siglo XX intentará extraer ese rigor, esa disciplina técnica, de la ciencia. De ahí la constante presencia, en sus declaraciones, pero también en su pintura de los principios de incertidumbre de Werner Heisenberg; de la teoría de las catástrofes de René Thom, de los descubrimientos del bacteriólogo canadiense Avery sobre el ácido desoxirribonucleico. Dalí necesitaba de la disciplina de los místicos, de los clásicos y de los científicos para construir esas obras en las que, tras un primer impacto visual, se esconden enigmas que debe resolver el espectador. En los años sesenta y setenta realiza pinturas, algunas de gran formato, en las que se manifiesta esa idea sobre los muchos sentidos que puede tener cada forma, cada color: La estación de Perpiñán (1965), La pesca del atún (1967), El torero alucinógeno (1970)…

En esa época, y en paralelo a la pintura, su obra se diversifica hacia territorios poco explorados por los grandes nombres del arte: recurrentes apariciones televisivas, en las que el personaje excéntrico se desboca; publicidad tanto para prensa como para televisión; conferencias -o espectáculos- multitudinarios… Se trata de territorios insólitos en un pintor, pero que Dalí controla con detallismo y que le acercan al público. En efecto, tanto el personaje como su obra conectan con los gustos de la sociedad. A pesar de que existan analistas que lo vean como una especie de sacrilegio, Dalí es un artista popular, que hace que el arte se aleje de sus habituales circuitos minoritarios, como se ha encargado de sugerir Félix Fanés con su exposición Dalí. Cultura de masas. Esa conexión con las audiencias se fragua en su periplo americano, pero se reafirma con creces en los años sesenta y setenta, con métodos nada convencionales y pocas veces autorizados por los intérpretes canónicos de la cultura. De alguna manera, la máxima expresión de esa singladura especial, única, es la singular concepción que dota a su Teatro- Museo Dalí de Figueras, inaugurado en 1974 y que, año tras año, repite unos índices altísimos de visitantes.

Tengo la impresión de que muchas de las contradicciones de sus estudiosos afloran precisamente por esas características del personaje: popular, excéntrico, incluso payaso (pero en la mejor tradición del vocablo: igual que los grandes clowns de la historia, Dalí sabía ironizar sobre sí mismo). La visión encorsetada de la historiografía del arte no sirve para comprenderle. El estudio de su trayectoria, fundamentalmente su última etapa, necesita nuevos enfoques para calibrar su obra sin prejuicios. Su poliédrica y nada restrictiva concepción del arte puede ayudar a entender mucho mejor, sea para bien o para mal, a algunos artistas del presente.