Image: Dalí renacentista

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Arte

Dalí renacentista

6 mayo, 2004 02:00

Ilustración de Dalí para la Autobiografía Cellini

El Cellini de Dalí es, no lo olvidemos, un encargo de la Editorial Doubleday, coetáneo a las ilustraciones para El Quijote en su ejecución, pero anterior en su fecha de aparición. Ahora bien: si el proyecto cervantino obedece a motivaciones evidentes (en la óptica americana: un muy conocido pintor español para el más conocido clásico español) alguna consideración particular merecen tanto la elección de Cellini como la forma en que Dalí se enfrenta a ella.

Era una tradición acreditada en Nueva York que algunos solidísimos clásicos confidenciales de la literatura europea continental apareciesen en ediciones ilustradas, ahormándose al gusto de unas élites atentas a la vanguardia europeizante o de un público más diversificado que era tributario indirecto de tales élites. En 1930, Vincente Minnelli era sólo un prometedor dibujante, y en años subsiguientes mostraría clara influencia daliniana en sus bocetos, decorados y figurines, e incluso luego, ya realizador, en Yolanda and the Thief (1945), y más tarde en la secuencia de la boda onírica de El padre de la novia (1950), diseñada por el propio Dalí. Fue aquel Minnelli juvenil de 1930 quien dio a las prensas una edición ilustrada, hoy verdadera rareza, de las Memorias de Casanova. En tal tradición -cuya estela en la industria editorial norteamericana no sería desde luego difícil de rastrear- se inscribe a todas luces el Cellini de Dalí.

Ocioso es recordar que, en 1946, Dalí hacía doce años que no era surrealista: no es, pues, por el lado del surrealismo por donde deben inquirirse las a mi juicio manifiestas afinidades entre Cellini y Dalí. No por azar, ante todo, este último acababa de escribir su propia Vida secreta, ni menos verídica ni menos fantasiosa -no hay aquí, pese a lo que pudiera parecer, contradictio in terminis- que la Vita celliniana; pero las semejanzas van más allá, y con mucho, de esta no fortuita coincidencia. En primer lugar, la fascinación por el lujo, y por lo artesanal a la vez, que del lujo es con frecuencia obligado soporte; por otro lado, una indudable atracción por la estética de la violencia, del arma blanca y de lo bélico; el arrimo, no ya al poder o a la dimensión temporal de la religión, sino específicamente al Vaticano; entre líneas o al sesgo, la siempre desasosegada relación de Dalí con la homosexualidad; mas, por encima aún de todo ello, el deseo de expresarse como un pintor del Renacimiento, que del surrealismo retiene sobre todo formas elaboradas que desembocan en lo que había sido anteriormente la estética dieciochesca del capriccio.

Proponerse pintar como un renacentista sin serlo significa, como parecidamente ocurrió a veces en el caso de Giorgio De Chirico (pese al aparente desinterés de éste por Dalí y de Dalí por De Chirico) sentir la tentación del pastiche y del kitsch y también la de pintar retablos con estética de comic o comics con estética de retablo; ni que decir tiene que ello es aquí parte esencial del encanto de la obra, y no apela menos a nuestra conciencia de la historia del arte que a nuestra fantasía y sentido del humor: con el tiempo, a esto se le acabaría por llamar posmodernidad. La huella de Leonardo, del Brueghel de La Torre de Babel o de Arcimboldo (como queriendo ser todos a la vez y, al propio tiempo, siempre Dalí, "perorador" y "fanfarrón" al modo celliniano que describió Riba) jalonan y articulan este desfile de fantasmagorías: los dibujos, deliberadamente, consiguen parecer antiguos (de modo semejante, por la misma época, conseguían parecer antiguos los textos de álvaro Cunqueiro o Eugenio Montes): el repertorio de unicornios, caballos, navíos o torres, más la crucifixión final, tributo a la iconografía del misticismo que tanto iba a contar en la futura obra daliniana, propiamente, más que ilustrar el texto de Cellini, construyen, sobre los sillares de sus elementos verbales, otro texto, de carácter plástico, en el que la poesía (épica y lírica) inherente o adherida a la prosa de Cellini se desplega en una suavísima cohetería, alejada por cierto de la sabrosa viveza palabrera del original literario, pero muy afín, en cambio, a la delicadeza y refinamiento del Cellini orfebre: al que en cuanto artista plástico quiso ser, en suma, antes que al que, en cuanto hombre, aventurero y memoriógrafo, fue.

El lector, así, dispone al menos de tres posibilidades de buceo en la obra: el Cellini escritor, el Dalí dibujante, y la forma impensada en que, a través del Cellini escritor, el Dalí dibujante confluye con el Cellini orfebre y, en cierto modo, lo reinventa. La sugestión y la seducción sensualísima del texto corren aquí parejas con su abordaje plástico: a lo que aspiran los dibujos de Dalí es a cautivarnos como joyas de Cellini que al propio tiempo fuesen joyas de Dalí.