Arte

Juan Muñoz cinco años después

7 septiembre, 2006 02:00

Una de las últimas piezas de Juan Muñoz. Untitled de 2001

El pasado 28 de agosto se cumplieron cinco años de la muerte de Juan Muñoz, uno de los artistas españoles más aplaudidos internacionalmente de los últimos tiempos. Con él se fue el gran renovador de la escultura figurativa. Adrian Searle, amigo personal y buen conocedor de su obra, recuerda hoy al artista que fue y analiza lo que pudo llegar a ser.

Juan Muñoz vivió en Torrelodones, un pueblo situado aproximadamente a 15 kilómetros al noroeste de su ciudad natal. A veces decía odiar su ciudad, siempre visible en el horizonte. En 1999 construyó una maqueta de sus calles y callejuelas, con edificios que incluso tenían ventanas y balcones, simplemente por el placer de prenderle fuego, fotografiar el barrio de cartón en llamas y titular la serie de imágenes La quema de Madrid vista desde el balcón de mi casa. Más adelante, construyó una escultura a gran escala de un coche que se había estrellado, y otra de un tren descarrilado. Al mirar por las ventanas del coche y de los vagones del tren, se veían calles y edificios, bancos y balcones -incluso una plaza con su arbolito- impertérritos ante los destrozos de su alrededor. Ahora resulta complicado contemplar muchas de las obras de Muñoz sin observar en ellas insinuaciones del desastre.

Han pasado cinco años desde que Muñoz muriera súbitamente, el 28 de agosto de 2001, mientras estaba de vacaciones con su familia en Ibiza. A principios de ese mismo verano se había inaugurado su gigantesca y compleja instalación Double Bind, en la Turbine Hall de la Tate Modern de Londres, y estaba programada una gran exposición retrospectiva en el Hirshhorn Museum de Washington D.C. en octubre, antes de salir de gira por Estados Unidos. La exposición se inauguró en el extraño y aún traumático ambiente del Estados Unidos posterior al 11- S, no como una recopilación, sino como una retrospectiva prematura.

Actualmente hay una sala dedicada a la obra de Muñoz en la recientemente reorganizada colección de la Tate Modern, y el museo tiene planes de realizar una exposición retrospectiva en 2008. K21 inaugurará una exposición sobre Muñoz en Dösseldorf a finales de este mes. La primavera pasada, la galería Marian Goodman de Nueva York organizó una muestra de obras que abarcaba toda su carrera. Está claro que el interés por su obra no ha disminuido desde su muerte. Sigue siendo pronto para juzgar con exactitud la importancia de lo que hizo. Su exposición en la Casa Encendida de Madrid del año pasado se llamó La voz sola, y no creo que Muñoz se hubiese opuesto a que se le considerara una voz aparte. Comprendía muy bien que la centralidad de un artista con respecto a una tendencia general percibida, o su condición periférica respecto a ella, no es permanente, especialmente cuando a su vez la historia y la tradición están siendo continuamente reescritas. Muñoz era ambicioso con su arte, que en cierto modo consideraba un juego -aunque un juego terriblemente serio- que se desarrollaba en lo que en broma (o al menos medio en broma) llamaba los "campos de exterminio" del mundo del arte.

Como he dicho en otras ocasiones, hay gente que hace arte, y luego hay artistas. Muñoz era un artista. Del mismo modo que el mercado del arte es una cosa, y el valor es otra. El valor del arte de Muñoz reside precisamente en su diversidad. Continuamente modificaba los parámetros de lo que hacía, como creador de retablos y de instalaciones figurativas para la radio o para la escena. Dibujaba y escribía de maravilla. Sus obras abarcaban una diversidad extrema y, sin embargo, eran casi despiadadamente precisas en su relación con los espacios que las contenían, y la forma en que el público las veía, y la manera de enganchar al espectador, atrapándolo en su dramatismo ilusorio. Le preocupaba el espacio tanto como el objeto, y la idea de una imagen arrebatadora e inexplicable tanto como la escultura en cuanto colección de formas.

Con la muerte de Juan Muñoz se perdió uno de los elementos más importantes de su obra, y ése es un problema al que se enfrentan los organizadores de las exposiciones cada vez que van a instalar sus esculturas. Uno de sus grandes puntos fuertes era su capacidad para improvisar. Nunca instalaba las obras dos veces de la misma manera. Le encantaba trabajar con sus propias esculturas, moviéndolas, y girándolas, y reorganizándolas, como si fuesen su materia prima, sus actores, en una obra de teatro que empezaba de cero cada vez que se representaba. Siempre me dio la impresión de que estaba constantemente a punto de aburrirse terriblemente y de frustrase consigo mismo, y que necesitaba alejarse de esos sentimientos a través de sus obras y de su relación con ellas. Como si él mismo estuviese constantemente intentando descubrir su significado, o su posible significado.

Una de las maneras de ver sus esculturas es pensar que Muñoz está rescatando la idea de la presencia humana de todos los malos escultores figurativos que la han llenado de sentimentalismo o que la han abrumado dándole una importancia portentosa. Si sus figuras parecen a veces una representación casi académica y conservadora de la forma humana, es una especie de disfraz. Muñoz se planteaba la creación de figuras teniendo en cuenta las lecciones del serial art, del arte povera, del post-conceptualismo y del minimalismo. Gran parte de su proceso creativo se centraba en la pérdida de familiaridad, en hacer que lo familiar pareciese otra vez extraño y desconocido. Quizá sea ésa la razón por la que le confundí con una especie de surrealista tardío cuando descubrí su obra a mediados de la década de los ochenta. Si muchos artistas actuales se consideran parte del fin de una tradición ya apurada al máximo, en el caso del arte de Muñoz da la sensación de que, en vez de enfrentarse a una especie de clausura teórica, se abre a todo tipo de posibilidades.

En ocasiones, Muñoz contemplaba su obra de un modo igual de resbaladizo y esquivo, proyectándose en la historia, y viendo su arte en relación con un pasado que persiste en el presente. Esto, en cualquier caso, es algo que saben los artistas. Hablan unos con otros a través de los siglos. Muñoz pensaba en Borromini y en Giacometti, en Mario Merz y en Bruce Nauman, en Jacob Epstein y en Medardo Rosso (por mencionar nombres al azar, cada uno de los cuales era importante para él), como si fuesen sus iguales y contemporáneos. Este tipo de vanidad puede ser una chorrada inofensiva; en el peor de los casos, también puede resultar pretenciosa y vulgar. En el caso de Muñoz no era ni lo uno ni lo otro. Disfrutaba de la conexión fortuita, la alusión no buscada, la coincidencia y la casualidad. Transmitía lo rico y generoso que puede llegar a ser el arte.