Balthus imprescindible
La jupe blanche, 1937
Las figuras de adolescentes ingenuas y, al tiempo, perversas convirtieron a Balthus en pintor de culto en el mundo del arte. Solitario y místico, nació en París en 1908 y mañana, 29 de febrero, hubiera cumplido 100 años.
Un rápido repaso por su biografía se inicia con su singular fecha de nacimiento, el 29 de febrero de hace 100 años. "Esta peculiaridad del calendario, debida a los movimientos de los astros, no me desagrada. Siempre me ha parecido un guiño irónico, un rasgo de extrañeza" comenta, antes de recordar las palabras que le escribió Rilke, su primer mentor: "Ese cumpleaños discreto que la mayoría de las veces se sitúa en una especie de más allá, sin duda le da derecho a multitud de cosas que aquí desconocemos".
Balthus empieza a pintar siendo niño; autodidacta, se aleja de las modas, convencido de que la clave está en el estudio de los clásicos, en el lento aprendizaje técnico, en la observación, en alejarse de las prisas, en elegir el camino propio, en vivir con intensidad la pintura. Amigo de Picasso, que siempre defendió su independencia, fue Bonnard quien le aconsejó seguir su impulso y estudiar los problemas técnicos copiando a los clásicos y a los primitivos. Balthus reconoció la deuda: "Siempre me ha parecido indispensable esa modestia ante los grandes, captar algo de su pericia, de su generosidad, y así ir avanzando". Lo dice al recordar los días pasados en el Louvre copiando a Poussin, una de sus devociones, y lo reconoce con la misma claridad con la que confiesa seguir "las recetas de Delacroix" al preparar los colores. El resto: observación y entrega a una pintura que define como "arte de la lentitud". Las Memorias son generosas en reflexiones precisas: "El dibujo es una escuela estupenda de verdad y exigencia. Es lo que más te acerca a la naturaleza, a su geometría más secreta, algo que la pintura no siempre te permite alcanzar porque le echas más imaginación, escenificación, espectáculo, podría decirse".
Perteneciente a una familia de intelectuales y artistas, el conde Baltasar Klossowski de Rola, Balthus en la pintura, fue amigo de Bonnard, Derain, Giacometti y Picasso, de Malraux, Artaud y Camus, de Fellini. Admiró a Mozart, a Pascal, al Rousseau de las Confesiones, a Poussin y a los pintores italianos del trecento: Giotto, Massaccio y, sobre todos, Piero della Francesca. A éstos les debe, en parte, la atmósfera que persigue en sus cuadros, pintados con tiempo y luz, gracias a los efectos del color y a la geometría interna del dibujo. Obtuvo pronto la admiración de otros artistas, pero no ocultó nunca ni su lejanía hacia las últimas tendencias del arte ni su escaso apego a los actos públicos. En 1961, Malraux le propuso dirigir la Academia de Francia en Roma, y la Villa Médici e Italia hicieron el resto: permaneció hasta 1977, cuando -casado con una aristócrata japonesa- se traslada a una mansión suiza del siglo XVII, evocada en las memorias como un destartalado hotel de 100 ventanas, por el que llegaron a habitar 30 gatos, una referencia iconográfica habitual en su pintura. Estos datos biográficos, mínimos, sitúan a un personaje con fama de hogareño y solitario, firme defensor de vivir desde la pintura. Autodidacta pero con una cultura refinada, un personaje cuando menos peculiar y un excelente pintor, a la manera antigua: de los que seducen creando atmósferas y dan densidad a las carnes.
Solitario y difícil de clasificar por su lenguaje pictórico, en los años 60 vive un reconocimiento perverso, a partir de la interpretación en clave erótica de sus personajes jóvenes femeninos, unas niñas que se vieron como lolitas pintadas. Curiosamente, es de las pocas interpretaciones a las que Balthus hace frente: "Se ha dicho de mis niñas desvestidas que son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles".
Recorrido por su obra