Vista de la exposición en la galería Trinta
Miguel Ángel Molina (Madrid, 1963) es uno de esos artistas de culto, alejado de lo mediático y distante de modas pasajeras. Certero en sus apuestas, pronto cuestionará la tradición de la pintura para reivindicar su condición de idea, procurando ir más allá de su carácter vertical y buscando su debate, su crítica. Ese coqueteo con los límites le llevará a encontrar en los mismos charcos de pintura de su taller una verdadera prolongación del cuadro, buscando la presencia física de la pintura como entidad. El contexto se convierte así en contenido y, tal y como afirmó lúcidamente Brian O'Doherty, en una peculiar inversión, el objeto introducido en una galería "enmarca" a la galería y sus normas. A Miguel Ángel Molina le interesa todo lo que desborda. Lo advertimos en una de las fotografías que presenta en Trinta, donde un puño intenta estrujar la pintura y contenerla pero ésta se escurre subrayando su condición de imagen líquida. En otras obras, esa pérdida se concreta en una pintura que se desliza por planchas de madera, que reposan en el suelo hasta reivindicarlo como parte activa. El error, lo incontrolable, cobra así protagonismo y nos sirve como excusa para repensar el sentido de la pintura, de sus éxitos y sus fracasos, de cómo la percibimos y de por qué se sigue pintando. Por todo ello, Miguel Ángel Molina construye muchas piezas que se pueden tocar -pasamanos, manillas de puertas- y de ahí el título de esta exposición,
háptico, un neologismo francés que apela al sentido del tacto, a la piel de la pintura.