Damien Hirst. Pócimas y píldoras
Damien Hirst con Mother and Child Divided en la exposición Turner Prize: A Retrospective en la Tate Britain. Fotografía de Andy Paradise
Admirado y odiado a partes iguales, Damien Hirst es uno de los iconos del arte de nuestro tiempo. Su exposición, el 4 de abril en la Tate Modern de Londres, reabre la polémica. El crítico José María Parreño, que ha estudiado a fondo el fenómeno, nos ayuda a comprenderlo.
Establezcamos su retrato con unas pocas pinceladas. Nacido en Bristol en 1965 en una familia humilde, fue un estudiante regular pero logró ingresar en el Goldsmith College, un reputado centro de formación artística. Antes de graduarse organizó con algunos de sus colegas una exposición, Freeze, a la que consiguió llevar a las personas adecuadas, entre ellas a Charles Saatchi, que compró la obra de varios miembros del grupo. Gracias a sus escandalosas apariciones públicas logró la fama antes que el reconocimiento de la crítica. Pero en 1995 ganó el ¡Turner Prize¡, y en 1997 formó parte de la muestra Sensation, una sagaz operación que expuso la colección privada de Saatchi en una de las instituciones culturales más prestigiosas de Gran Bretaña. A partir de ahí, ventas tan sonadas como la de un tiburón de 4,5 metros en un tanque de formaldehído (La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, 1992) por 12 millones de dólares o de una calavera forrada con ocho mil diamantes (Por el amor de Dios, 2007) por 100 millones, le han convertido en el artista más rico de su país. Aunque su tema favorito es la muerte o la vanidad de la vida, no todas sus obras parecen fragmentos de películas de terror metidos en vitrinas minimalistas. Desde sus comienzos también produjo cuadros de lunares y otros sobre soportes giratorios (Spot y Spin Paintings respectivamente), además de composiciones de alas de mariposa.
Obras visualmente entretenidas, que pivotan entre lo bello y lo cursi. Sus creaciones han logrado una popularidad de la que suele carecer el arte contemporáneo, frío e intelectual, frente al que Hirst propone emociones que cubren todo el espectro, desde lo repugnante a lo encantador. Las reacciones que ha suscitado entre la crítica son contrapuestas: directores de museo como Rudi Fuchs consideran su calavera "de una belleza sobrenatural, a la vez representa la muerte como algo implacable". Otros, como el crítico Robert Hughes, opinan que dicha calavera enseña menos sobre la muerte que los esqueletos de mazapán que se hacen en México el día de difuntos.
En todo caso, a estas alturas Hirst está amortizado como enfant terrible y luce más bien como piedra angular del arte establecido. Como tal se ha convertido en blanco perfecto para quienes atacan o hacen como que atacan la institución artística. En Gran Bretaña, el movimiento Stuckista ha dedicado grandes energías a demostrar que es un impostor y que, como mínimo, ha causado la muerte del arte conceptual. Entre nosotros, Eugenio Merino presentaba en ARCO 2009 una escultura de Hirst vestido con una camiseta con su calavera, pegándose un tiro. Por entonces, las Brigadas Internacionales para la Destrucción del Arte de Kepa Garraza se proponían rajar el Guernica y secuestrar al británico como sus objetivos.
Alguna vez he escuchado decir que para hacer un análisis de las obras de Hirst habría que dejar de lado los precios que han alcanzado. Para mí esto es un error. Tan absurdo como tratar de dejar de lado el carácter industrial de la Fuente de Duchamp o la popularidad de los modelos (Marilyn, Elvis…) elegidos por Warhol para sus serigrafías. En todos los casos, esa particularidad es parte esencial de la creación.
Hirst no "hace" ya sus obras. Tiene seis estudios y unos 120 operarios dedicados a materializar sus ideas. Él se dedica a pensarlas y a planear operaciones comerciales. La última tuvo lugar en 2008 y consistió en que Sotheby's sacara a subasta 223 lotes de obras, saltándose la mediación de las galerías. Las ventas alcanzaron los 200 millones de dólares. Dos detalles, uno: él y sus galeristas intervinieron en las pujas; dos: esto sucedió la semana anterior a que el hundimiento de Lehman Brothers señalara las dimensiones de la actual crisis.
Ya en 1975 Andy Warhol escribió: "Hacer dinero es arte, y el trabajo es arte, y un buen negocio es el mejor arte". Si ni entonces ni luego ha salido nadie a llevarle la contraria, no es de extrañar que un artista de la generación siguiente quisiera cumplir con sus enseñanzas al pie de la letra. Es por esta razón por la que creo que la dimensión comercial no es ajena a la obra de Hirst. En el transcurso del arte moderno se liquidó primero la Academia, luego se transgredió la moral burguesa y finalmente se hizo estallar el mismo concepto de arte. Lo único que queda en pie como garante de lo artístico, de su valor y su sentido es el mercado. Aunque parezca una paradoja, sabemos que lo que hace Hirst es arte porque se vende muy caro. Hay algún otro, pero este es el argumento irrefutable. Y al mismo tiempo, alterar las leyes del mercado y desbordarlo con una producción semi industrial es casi la única transgresión todavía posible. Claro que sus mamíferos seccionados son impactantes, pero nos enseñan menos de la muerte que una visita al tanatorio. Sus cristaleras de alas de mariposas son muy hermosas, casi tanto como el rosetón de una catedral gótica. La verdadera aportación de estas obras es que instituyen un lugar en que el arte no se distingue del espectáculo. Esto es, no cabe duda, un logro importante, aunque no sé bien para quién. Pero este cóctel más bien basto de muerte y belleza nos toca a todos, precisamente por su vulgaridad. Luego llegamos los críticos, para pavimentar el escalofrío con filosofía. Así que pienso que aunque no sea para nada necesario, vamos a seguir teniendo trabajo.