Image: El Greco, entre aguas turbulentas

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Arte

El Greco, entre aguas turbulentas

3 enero, 2014 01:00

Vista de Toledo, 1604-1614

Especial Greco

Apareció calificado como artista en el censo de pintores de Toledo en 1603. A principios de este siglo se convirtió en objeto de deseo y ha sido incluso personaje de ficción literaria y en la gran pantalla, con desigual fortuna.

En 1596 el pintor toledano Antón Pizarro firmó un contrato con el convento de la Concepción Francisca para realizar un retablo para su iglesia; en las condiciones se estipuló que debía seguir como modelo las figuras que Dominico Griego había pintado para el principal de Santo Domingo el Antiguo, pero ejecutándolas "conforme a lo que se hace en España". En 1603, El Greco apareció en el censo de pintores de la archidiócesis de Toledo que controlaba su Consejo de la gobernación, calificado como artista extranjero, como también sería incluido su propio hijo Jorge Manuel Theotocópuli, nacido en la propia Ciudad imperial en 1578. Estos dos hechos acaecidos en su propio tiempo, señalan una evidencia, la visión en muchos casos complacida de los toledanos hacia su arte pero su reconocimiento como ajeno a sus propias prácticas y usos; el cretense firmaba sus lienzos en un ilegible griego, los documentos a la italiana, hablaba en una mezcla que hoy denominaríamos itañolo y se alejaba de segmentos muy importantes de la sociedad de Toledo.

Algunos pintores coetáneos se hicieron eco de algunos elementos o tipos de su arte, como Luis de Velasco. Otros, más jóvenes, de Luis Tristán y Pedro Orrente a Juan Bautista Maíno, siguieron más de cerca su arte, casi en términos de discípulos que se apartaban de su lección al intentar ponerla al día sobre los nuevos modelos y vientos de italianos, de Caravaggio o Annibale Carraci. Aunque El Greco, gracias al buril de Diego de Astor, otro miembro de su taller, prolongó a través de la estampa sus propias composiciones, su mundo quedaba al margen de las viejas tradiciones funcionales y de las nuevas inquietudes formales de las siguientes generaciones.

Si Alonso de Villegas y Francisco Pisa elogiaron su enorme y sorprendente Entierro del Señor de Orgaz, las primeras críticas por escrito de su arte y su pensamiento comenzaron a imprimirse en 1605 (Fray José de Sigüenza) y 1614 (Francisco Pacheco, en un panfleto del año de su muerte) y su nombre callado aunque su arte aludido negativamente en 1633, nada menos que por parte de Vicente Carducho. Los versos de los conceptistas Góngora y Paravicino no parecen haber conmovido a sus especiales audiencias, y el silencio de Lope de Vega lo excluyó de una fama menos minoritaria y más popular. Solo Velázquez parece haber mirado -uniéndolo a sus héroes Tiziano, Rubens y Diego de Rómulo Cincinato, y fundido con Tristán- a la retratística viva e inmediata del cretense, un género en el que el artista siempre habría brillado aunque pocos habrían querido seguir.

El Greco se movió desde entonces entre más de dos aguas, las negras de la reiterada clonación degradada de sus modelos más devotos, por parte de los talleres toledanos que los replicaban, y las claras de los pintores siempre capaces de distinguir sus tipos y su mano de los de otros artistas -y no eran muchos- cuyos cuadros colgaban de las paredes de casas o capillas. Las aguas enturbiadas eran las surcadas por sus críticos, que buscaban sucesivas explicaciones -más o menos peregrinas- para justificar su manejo personal de la belleza de lo visible y lo invisible, a partir sobre todo de lo que se podía ver en la corte de Madrid, el epifánico retablo de los agustinos de la Encarnación de doña María de Aragón.

Tengamos en cuenta que no era fácil ver grecos más allá de la villa y corte, si exceptuamos El Expolio de la sacristía de la catedral toledana y el Entierro. Ni siquiera Palomino en 1724 parece haber contemplado muchos más, ni haber visto directamente el conjunto plural de Illescas o El Martirio de San Mauricio del Escorial. Los viajeros dieciochescos o románticos, incluso los de comienzos del siglo XX tenían fácilmente franqueables las puertas de las capillas e iglesias de Toledo, que solo se abrían tras inagotables ruegos a demandaderas y sacristanes; y eso si se tenía la paciencia.

A pesar del tópico decimonónico del griego como iniciador de la llamada escuela pictórica española, nada más lejos de la verdad si excluimos al sevillano; los mundos inventados por el cretense hacia 1570 habían dejado de interesar tal como los habían imaginado sus ávidos ojos y fértil y especulativa minerva. Y solo se le reconoció como español, por parte de los catálogos del Museo del Prado, en 1910, ocho años después de su primera exposición y dos de la pionera y sesgada monografía de Manuel Bartolomé de Cossío.

Aunque los artistas españoles no lo habían olvidado jamás, entre la admiración artística y el rechazo de sus extravagancias, solo la Guerra de la Independencia atrajo sobre su arte la atención de los extranjeros y, con ella, del mercado; sus cuadros comenzaron a cruzar la frontera y a interesar a aquéllos que se veían anticipados por algunos de sus rasgos; todos, sucesivamente, comenzaron a verlo a través de sus propios filtros operativos y a llevar sus aguas a sus respectivos molinos. Daba igual que fueran miradas impresionistas o cezannianas, simbolistas o de picassos estilizadamente en azul, de telúricos y casticistas zuloagas, de expresionistas alemanes, de católicos que querían un pintor católico, incluso de corte místico, pero moderno avant la lettre, que demostrara el posible futuro de una pintura religiosa… A pesar de que hoy sepamos que nació Domenikos en el seno de una familia ortodoxa y que de místico o ascético no tuvo nada, más bien de orgulloso fenicio.

Sus cuadros se recuperaron de sacristías o desvanes familiares, muchas veces restaurándose de los efectos fatales del paso del tiempo con repintes que los ennegrecían en fondos negros -propios del oscurantismo de la época de Felipe II- o acentuaban los rasgos "expresionistas" de su en realidad intelectual y sensual estilo personal. Los compradores de 1900 querían un verdadero moderno extraído del pasado, más exótico todavía, de España; los propietarios nacionales esperaban la venida de la primavera con los extranjeros cargados de dólares, dispuestos a enajenar a buen precio lo que después denunciarían como expolio. Los fariseos de la época del Greco no habían desaparecido por completo.

Fuera una sombra de San Juan de la Cruz, un espiritualista castellano dado a los expresionismos más extravagantes, o un Quijote visionario, representante del espíritu de la Edad Media cristiana, impresionista y anárquico, pintor de los "vástagos decadentes de una raza que toca ya a su fin", El Greco se convertía en un objeto de deseo maleable más que en un personaje histórico, pintor que filosofara y teorizara, en poder de los instrumentos intelectuales y conceptuales que le habrían permitido, con plena consciencia, explicar su propio arte, a veces claramente metapictórico además de maravilloso y espectacular, como a desgana había reconocido el ninguneado Pacheco.

El cretense se convertía en objeto de ficción, pues incluso pueden encontrarse libros en los que el pintor -que dominó con dificultad la lengua castellana- se había convertido en el secreto autor de Don Quijote de la Mancha, en lugar de Miguel de Cervantes, y de paso y al mismo tiempo, en Cide Hamete Benengeli, uno de los personajes de ficción, morisco por más señas, de esta novela. Otros artistas, ahora de la palabra, se aproximaron excitados a sus nuevos y lustrosos mitos; desde la escritora americana Virginia Hersch (Bird of God. The Romance of El Greco, de 1929), salvando al argentino Manuel Mújica Láinez (en su penetrante El laberinto de 1974 y en su cuento "La viuda del Greco" (1966) de Cuentos completos), a Jesús Fernández Santos y Vintila Horia, o a la argentina Silvia Plager, a quienes hoy se añaden Babis Plaitakis, Manuel Ayllónen en el subgénero de thriller histórico, o Dimitris Siatopoulos con su El Greco, el pintor de Dios, que representa el nuevo interés griego por el artista cretense y el reverdecimiento de viejos tópicos. La heroificación a la contemporánea -y cargando las tintas en lo dramático de la narración- condujo a un director de cine como Luciano Salce (The Man called El Greco, 1966) a enfrentar al candiota con la Inquisición, con ecos también quijotescos, situación llevada a lo imposible por el cretense Iannis Smaragdis (que adaptó El Greco, el pintor de Dios en 2007). Las composiciones musicales de Vangelis han podido eliminar la hojarasca ideológica para centrarse en su carácter de homenaje.

Esperemos que la historia -hemos pasado de contar con 37 documentos a más de 500 y con su propio testimonio personal en forma de 20.000 palabras autógrafas- se vaya separando cada vez más de las ficciones, como postrer homenaje a alguién que apelaba al juicio de los ojos de la razón, no de las entelequias interesadas.