Image: Juan Giralt, el gran perdido

Image: Juan Giralt, el gran perdido

Arte

Juan Giralt, el gran perdido

Juan Giralt

8 enero, 2016 01:00

Detalle de Sin título, 1994

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 29 de febrero

Melancólica exposición esta de Juan Giralt (Madrid 1940-2007) en el Reina Sofía. Una exposición que, por otra parte, es todo un acontecimiento. El que fuera el más perdido de una generación perdida (sic Calvo Serraller) es recuperado por fin para el gran público. Y para todos los públicos, en realidad, pues desde hace catorce años, se dice pronto, no había vuelto a exponer (fue en 2001 en la galería madrileña Antonio Machón). Ni siquiera su muerte, valga la paradoja, sirvió para reavivar su presencia. De ahí procede la mitad de la melancolía que me he llevado a casa. De ver cuán tornadiza es la fortuna (también la fortuna crítica de un artista). Porque Giralt fue uno de los pintores españoles de mayor proyección en los años setenta del pasado siglo. De ello es prueba el hecho de que desde su primera aparición pública, en 1959, Giralt expuso en las galerías más prestigiosas de la época (Fernando Fé, Seiquer, Vijande, Juana de Aizpuru).

Su biografía personal fue también rica y cosmopolita. Estudió pintura en Londres y vivió en París (allí conoció al artista argentino Alberto Greco). También en Ámsterdam, donde se acercó con interés al grupo CoBrA. Finalmente, entre 1964 y 1966 se instaló en Brasil, en cuya Bienal de Sao Paulo de 1965 fue invitado a exponer. Tras su regreso a España se integró en el grupo de artistas -Zush, Teixidor, Gordillo, Darío Villalba, entre otros- que la galería del mítico Fernando Vijande reunió y espoleó para transformar el panorama del arte nacional. Eso significaba crear una alternativa a la abstracción informalista, cuya autenticidad y fuerza iniciales habían devenido en mera rutina. Y es que tanto dramatismo sepia resultaba más y más incongruente en una España que se iniciaba en el consumo y a la que llegaban millones de turistas.

En ese contexto arranca la Nueva Figuración Madrileña, de la que Giralt es, a comienzos de los setenta, junto con Gordillo, su más conspicuo representante. Y podría haberse convertido en uno de los patriarcas de la tribu si no fuera porque, con el talento para la equivocación práctica de los verdaderos artistas, Giralt se alejó de la Nueva Figuración a finales de la década. En los ochenta, cuando la figuración y la pintura-pintura conformaban el siguiente estilo hegemónico, nuestro pintor estaba encerrado en su estudio tratando de vislumbrar hacia dónde continuar su camino. Se apartó de la escena pública y luego sucesivas tandas de críticos y comisarios desmemoriados lo menospreciaron como una figura secundaria y prescindible.

Cretona, 1999 y, a la derecha, Pinocha, 1973

Lo único cierto sería decir que nadó a contracorriente. En alguna ocasión dijo que no estaba de acuerdo con ese famoso lema de la ortodoxia moderna "menos es más". Menos es menos riesgo, menos posibilidad de error. Y él aspiraba a correr todos los riesgos con la pintura. De hecho, el afán de sus últimos años fue "perder el control" ante el cuadro.

La exposición dedica su primera sala a los años setenta. Allí encontramos cuadros "modernos" ya desde el material (metacrilato) y la paleta (ácida). Cuadros frecuentemente divididos en dos, en los que una figuración abigarrada y atormentada pelea a pinceladas por la atención el espectador. En ese humus lo mismo podría haber brotado Carlos Franco que Carlos Alcolea, Luis Gordillo o Juan Giralt. Este último fue derivando hacia formas individualizadas, dudosamente figurativas, que parecen sacadas del atlas anatómico de un organismo desconocido. Sin embargo, a finales de los ochenta ya está en otro lugar, un lugar propio.

A esta segunda y definitiva etapa que se desarrolla en la década de 1990 están dedicadas las salas restantes, en las que se abren, como ventanales, cuadros de mediano y gran formato. En ellos realiza su peculiar fusión entre figuración y abstracción (distinción en la que no creía). Con ortogonalidad mondrianesca crea cuadrículas que alojan pequeñas figuras, o una forma opaca, o un plano de color, o una fotografía, o un texto deshilachado. Y frecuentemente algo así como un amplio sector de papel pintado, que crea una peculiar sensación de realidad.

Lucy, 2005-2006 y, a la derecha, Sin título, 1994

Luego, algunas de estas figuras enjauladas se conectan con otras mediante vástagos o tentáculos, proporcionando unidad al cuadro y también una ilusión de crecimiento orgánico. De arquitectura tomada por la vegetación. El cuadro resultante es una especie de parcheado visual, que obliga al ojo a enfocar y desenfocar. La mirada en ocasiones se da de bruces contra un color plano, pero al lado puede atravesar la pared hacia un espacio ilusorio. Tiene que detenerse a leer y luego corre de casilla en casilla sin saber a dónde. Giralt, que durante una época practicó el collage parece haber trasladado al lienzo su lección esencial: la posibilidad de reunir lo distante.

Pero una cosa es la ligereza del papel pegado y otra la gravedad del lienzo. De aquí procede la otra mitad de la melancolía que me llevo a casa. Ya no de consideraciones sociológicas sino de contemplar esta pintura, que hace un esfuerzo sobrehumano para construir con lo heterogéneo, para juntar lo diferente, para conciliar lo distinto. Y mantiene esa tensión en vilo, sin solución y sin destino.