Un archivo contra la memoria
El Centro Condeduque desempolva el Archivo de la Villa de Madrid de la mano de doce importantes artistas contemporáneos
18 enero, 2021 09:16Jugar, recordar, ordenar. Por caótico que sea el almacenaje de un particular, objetos y papeles terminan revelando el hilo biográfico que los ordena. Todavía algunos niños juegan a descubrir tesoros en cajones en casas de sus abuelos, con la esperanza de que les cuenten la historia que encierran, para ellos pretérita, en un lugar indefinido del pasado.
Casi desde tiempos inmemoriales, la creación y su historia están vinculadas íntimamente con estas actividades. Sabemos que artistas de todas las épocas han acumulado objetos variopintos, además de ser algunos de ellos excelentes coleccionistas y asesores de colecciones, poniendo orden a gustos e intereses. De hecho, la historia del arte es esa tarea sisifiana de intentar clasificar lo que son siempre experiencias particulares. Sus diversas metodologías, sin embargo, nunca han llegado a tratar la obra de arte como un mero dato sin cualificación, ajena a la memoria y a las huellas de la vida. Quizás el historiador más audaz fue Aby Warburg, señalando conexiones iconográficas que interpenetran la historia del arte con la cultura visual compartida por todos en la cotidianeidad.
Las incursiones históricas más audaces corren a cargo de Sánchez-Castillo, Ignasi Prat y Carlos Garaicoa. Lo bordan
Pero hace ya un cuarto de siglo apareció una teoría que explicaba la fecundidad del juego con el olvido y con el redescubrimiento de materiales de la historia, concebida por el postestructuralista y autor de la deconstrucción Jacques Derrida. Su obra Mal de archivo (1995) revolucionaría esta relación entre la creación y la ordenación de las imágenes. Aunque durante un tiempo pareció una “moda” más en el arte contemporáneo –entiéndase, un campo de trabajo abocado, como otros, a autoextinguirse–, lo cierto es que se está revelando un filón de interés inagotable para artistas y públicos. Decía Derrida que el archivo se instituye contra la memoria: ante el borrado inevitable pero también anulando todo recuerdo vivido. El archivo por definición es archivolítico. De igual manera, instituido por una autoridad (ley), su orden clasificatorio implacable termina produciendo anarchivo, ajeno a los principios, ideologías, etc., de toda autoridad. Quizás los profundos cambios de nuestra época, entre los que no es menor el cada vez más extendido algoritmo, sean motores de generación constante para este interés de muy variada aplicación.
La exposición El Arca. Lecturas contemporáneas del Archivo de Villa apunta ya en su título a esa rebelión inscrita en el propio archivo contra su principio (arkhé) normativo. De manera que el conocimiento y difusión de uno de los más antiguos archivos existentes en nuestro país, el de la Villa de Madrid, promete ser deconstruido con el fin de instaurar otras perspectivas y otros órdenes, como posibles generadores de nuevos principios al revisar nuestra historia.
Fundado en el año 1152, el Archivo de Villa conserva la documentación vinculada con la vida cotidiana de la ciudad de Madrid y de sus habitantes en toda clase de censos, que van de lo urbanístico a fiestas populares. Albergado desde 1525 por orden de Carlos I en el cuartel de Conde Duque, en este proyecto curatorial ha servido como material de inspiración para la docena de artistas invitados por Pía Ogea. La exposición cumple así la doble función de difundir el rico acervo con la proyección de distintas miradas desde nuestro presente.
Como suele ocurrir en exposiciones colectivas, no están todos los artistas que en España son duchos en esta dinámica de trabajo anarchivístico, pero sí encontramos la suficiente variedad para aderezar con soluciones formalistas un recorrido abocado inevitablemente a incidir en la revisión de la memoria histórica de nuestro pasado reciente.
Entre el primer grupo, enfocado en aspectos neutros –imaginario botánico de Ignasi Aballí, y arquitectónico de Françoise Vanneraud–, o propiamente formales sobre la construcción, destrucción y elementos del archivo –Ángela Cuadra, Clara Sánchez–. Destacan las propuestas centradas en la relación entre archivo y experiencia. Marlon de Azambuja profundiza sobre la distancia insalvable entre la huella y el archivo, aplicando las “impresiones freudianas”, subtítulo del Mal de archivo derridiano, que concluye con la imposibilidad de registrar en el archivo la huella (de Gradiva) pasajera y secreta de la experiencia real. Sobresale también el documental autobiográfico de Gema Polanco con su abuelo, narrando las dificultades para desentrañar grafías en los archivos, como metáfora de lo que dejan ver, pero también ocultan.
Hay tentativas a cuya resolución merecería la pena darle una vuelta más, como ocurre en la crítica de género a cargo de María Jacarilla en torno al censo de algunos artistas residentes en Madrid (José Gutiérrez Solana, Benjamín Palencia, Federico Madrazo, Antonio Saura, Joaquín Sorolla, Daniel Vázquez Díaz). Y es interesante la doble formulación de Marco Prieto, entre la historia-ficción y una resultona instalación conceptualista para hablar de violencia ciudadana.
Las incursiones históricas más interesantes y audaces, ante la penosa polaridad política y social que estamos viviendo, corren a cargo de Ignasi Prat, con fotografías impecables de los señoriales edificios expropiados en El mundo de los vencedores; los documentos y objetos personales de fusilados en la guerra y posguerra civil, aportados por Fernando Sánchez-Castillo de su Archivo Paralelo; la paradoja de Daniel Silvo sobre la monarquía de Fernando VII, acaso el peor entre nuestros regentes; y el inventario de Cúpulas, evidenciando la corrupción, de Carlos Garaicoa. Como cabía esperar, lo bordan.