Más o menos la mitad de las pinturas de Rafael Sanzio (Urbino, 1483-Roma, 1520) se conservan en Italia, con mayor concentración en Florencia y en Roma, y es en esta última ciudad, en las Scuderie del Quirinale, donde se montó la muestra más grande de Rafael en la historia, con 204 piezas (aunque había obras de otros artistas y documentos, siendo “solo” 120 las de Rafael). Esta de Londres, patrocinada por Credit Suisse, es más pequeña, con algo más de 90 obras –todas de Rafael o realizadas en base a sus diseños–, pero acierta a hacer un recorrido de toda su trayectoria, en todas sus facetas, con momentos ciertamente estelares.
¿Por qué homenajear a Rafael en la National Gallery? Es cierto que el museo posee uno de los conjuntos más importantes de pinturas de Rafael fuera de Italia, en competencia con el Prado y el Louvre, pero eso no acaba de explicar la veneración que se le muestra. Así que, antes de transmitirles algunas impresiones sobre la exposición, es preciso que haga referencia a las circunstancias que dieron lugar a esa adoración por Rafael en Gran Bretaña, haciendo comparecer aquí a destacados personajes en su historia política y cultural.
Los tapices de Enrique VIII
Todo empezó con Enrique VIII, quien en 1542 compró una serie de tapices sobre los Hechos de los Apóstoles confeccionados a partir de los cartones de Rafael. Estos se habían enviado a Bruselas para tejer allí los que decorarían, por encargo del papa León X, la Capilla Sixtina –uno de esos tapices originales se incluye en la muestra– y, al parecer, quedaron durante unos años tras la muerte de Rafael en el taller de Pieter van Aelst, desde donde pasaron a otros artesanos de la ciudad que produjeron hasta mediados del siglo XVI reediciones para los más poderosos príncipes –eran piezas de gran lujo–, como Francisco I de Francia, el cardenal Ercole Gonzaga o Felipe II: la comprada por este, que es la mejor conservada, se expuso hace poco en el Palacio Real de Madrid para celebrar el centenario.
Es un recorrido de toda su trayectoria, en todas sus facetas, con momentos ciertamente estelares
La que recibió la corte inglesa era tan apreciada que se usó para engalanar la abadía de Westminster en la coronación de Isabel I pero tras la decapitación de Carlos I, Oliver Cromwell la vendió con el grueso de la colección real y acabó tras algunas vicisitudes en Berlín, donde fue destruida en la II Guerra Mundial.
Entre las pocas obras pertenecientes a Carlos I, legendario coleccionista, que Cromwell conservó estaban los siete cartones originales de Rafael con los Hechos de los Apóstoles que este rey había adquirido en Génova en 1623. Tras la Restauración, empezaron a tener presencia pública en 1699, año en que Carlos II encargó a Christopher Wren que diseñara una sala especial para ellos en Hampton Court, abierta a visitantes, pero la fama absoluta llegó cuando la reina Victoria los cedió en 1865 al Victoria & Albert Museum, donde pueden admirarse hoy en un imponente espacio que ha sido reacondicionado para el centenario.
Y uno de ellos ha sido reproducido en facsímil para esta exposición, lo que es un poco absurdo, estando el original a un tiro de piedra. Los cartones se convirtieron en las pinturas más admiradas en Inglaterra y fueron determinantes en los debates estéticos del momento y en el aprendizaje pictórico en la Royal Academy.
El furor en la corte
El depósito de los cartones en el museo fue un homenaje de la reina a su consorte, Alberto, un fanático de Rafael. A partir de la fabulosa colección de estampas heredada por la reina y basándose en el primer catálogo académico del artista, publicado en Leipzig por J.D. Passavant en 1839 –el príncipe, también alemán, apreciaba el orden y el rigor–, consiguió todas las mejores reproducciones de sus obras, en grabado o fotografía, para componer su Raphael Collection en Windsor.
Para entonces, los aristócratas británicos ya se afanaban para conseguir pinturas de Rafael, contagiados del furor que se había desatado en Francia desde la época napoleónica, cuando las requisiciones ordenadas en toda Europa para nutrir el museo imperialista tenían como principal objetivo las obras de este artista, cuyo valor económico excedía en mucho a las de cualquier otro: en 1754 Augusto III de Sajonia había comprado por un precio hasta entonces inédito en el mercado del arte la celebérrima Madonna Sixtina.
Por otro lado, en el campo artístico, las academias italianas y francesa habían determinado que Rafael encarnaba la excelencia, la autoridad, el pináculo de la pintura: por sus cimientos en la Antigüedad clásica y por constituir una síntesis de los mejores modelos viejos y nuevos. Era, podríamos decir, objeto de culto.
En manos privadas
Las compras de los nobles británicos hicieron posible que, con el tiempo, algunas de esas obras de Rafael pasaran a la National Gallery. La última fue la minúscula Virgen de los claveles, por la que pagó 22 millones de libras en 2004 al Duque de Northumberland. Quedan, dice Gabriele Finaldi –director del museo–, al menos cinco pinturas suyas en colecciones privadas, dos de ellas en la muestra.
Pero no solo se adquirieron pinturas. Como podemos comprobar aquí, en el país hay una cantidad importante de dibujos de Rafael. El mayor responsable de ello es el pintor Thomas Lawrence, que se arruinó al gastar todo lo que ganaba como retratista de las élites en hacerse con dibujos de los maestros del Renacimiento italiano, con especial fijación en Miguel Ángel y Rafael, de quien llegó a poseer más de cien.
Muchos fueron adquiridos por el British Museum, que expone en la actualidad 14 en la muestra Rapahel and his school. Drawing connections, y por el Ashmolean Museum de Oxford, que presume de la mejor colección del mundo de dibujos del artista en cuanto a significación histórico-artística y a calidad, y que en 2017 mostró 50 de los mismos en una exposición memorable.
Ese fondo hace que sea práctico a la par que muy interesante complementar cualquier presentación de Rafael con el proceso de elaboración de ideas a través del dibujo. Ocurrió ya así en la exposición que la propia National Gallery organizó en 2004, Raphael: from Urbino to Florence, con 33 pinturas y 47 dibujos suyos, y se repite ahora la importante presencia del papel, aunque no tanto, con 41 dibujos. Sus comisarios, David Ekserdjian, Tom Henry –quien fue también co-comisario de El último Rafael en el Museo del Prado, que presta dos cuadros– y Matthias Wivel, no se han roto la cabeza para proponer una perspectiva innovadora.
Trazan un recorrido cronológico desde Urbino a la corte papal, atendiendo de manera proporcionada a las diversas faenas creativas a las que se entregó Rafael, quien parece que llegó a preferir en la última década de su vida el reto de esos otros encargos relacionados con la arquitectura, la arqueología, el diseño o la estampa a la actividad propia del pintor, una vez solucionado a medias el problema de la demanda inabarcable mediante el establecimiento de toda una factory que daba salida, bien que mal, a los encargos. Y él esas otras tareas las abordaba mediante el dibujo.
La exposición no se ha montado en el ala Sainsbury, como es habitual, sino a la entrada del edificio histórico, con mayor empaque y amplitud. El itinerario se va deteniendo en algunos géneros o disciplinas, y en él las dos salas más redondas son la dedicada a las vírgenes, en la que compiten frente a frente la Madonna Alba y nuestra Virgen del pez, y la última, en la que se concentran los retratos.
Los distintos rafaeles
La comparación en ellas de obras en principio similares nos obliga a preguntarnos: ¿cuál es el Rafael canónico, el “divino”? Porque hay unos cuantos rafaeles. Y no me refiero solo al abismo estilístico que existe entre sus primeras obras en Umbría y el final miguelangelesco en el Vaticano. ¿Qué tienen en común dos retratos del mismo año, el de Baldassare Castiglione y el de la Fornarina, uno tirando a veneciano y otro de línea tan dura? Iguales disonancias se encuentran en los dibujos, más allá de las diferencias en las diversas técnicas usadas y de su condición de apuntes o de composiciones terminadas, a las que consideró obras autónomas que usó para extender su prestigio al venderlas a buen precio o regalarlas a mecenas como Alfonso d’Este o artistas rivales como Durero.
Paradójicamente, los británicos que tanto amaron a Rafael fueron los primeros en decretar su extinción como faro artístico. Los prerrafaelitas reclamaron la libertad que el academicismo, con sus bases rafaelescas, les había robado a los pintores. No querían emular lo clásico sino lo “primitivo”. Pero Rafael sigue reinando: en los estudios de los eruditos y en las cajas de bombones.