Yoshitomo Nara, el ídolo del pop japonés, llega al Guggenheim Bilbao con el cuchillo en la mano
En Japón las mujeres se desmayan y sus lienzos valen millones de euros. Por primera vez Europa disfruta de una retrospectiva del artista más famoso del país nipón.
21 julio, 2024 01:05Párese un momento. Quizá a primera vista le pueda parecer que la exposición que acaba de inaugurar el Guggenheim de Bilbao, la primera retrospectiva en Europa de Yoshitomo Nara (Hirosaki, Japón, 1959) y la más completa hasta el momento con 128 piezas, sea efímera y superficial, incluso infantil, pero intentaré demostrarles que no lo es (tanto).
Sus, en apariencia, inocentes niños, andróginos y enfadados, de cabezas superlativas, simbolizan a los débiles y a los inocentes que según el artista “también tienen un lado diabólico”.
Ellos representan, en realidad, una crítica a la alienación social y al capitalismo, al espejismo de felicidad que subyace en lo material. En toda su obra, el dibujo y la pintura funcionan como conectores espirituales, como arraigo y refugio emocional: lugares seguros.
Nara es una estrella del pop. Su pintura ha alcanzado un extraordinario estatus internacional y sus obras se han subastado en Sotheby’s por casi 25 millones de dólares; pero su fama contrasta con su personalidad solitaria y su estoica filosofía vital, la que aboga por la búsqueda de la esencia de las cosas y la verdad sin ambages ni máscaras.
Nara nace en un pequeño pueblo del norte de Japón cubierto de nieve nueve meses al año, de ahí su obsesión por el color blanco. Pasa su infancia, una época que marca profundamente su devenir profesional, en soledad, mientras su madre trabaja.
Más adelante, decide estudiar en la Kunstakademie de Düsseldorf siendo alumno de A. R. Penck, uno de los principales referentes del Neoexpresionismo alemán. Se gradúa en 1993 después de haberlo hecho en la Universidad de Tokio y se encuentra de repente en un país cuyo idioma desconoce, lo que le lleva a un aislamiento vital y creativo. “Mi obra cambió en el extranjero. El mero hecho de vivir era una fuente de ansiedad”, ha confesado el artista.
En su pintura hay rastros de los frescos del primer Renacimiento de Piero della Francesca y Giotto, con sus colores traslúcidos y sus fondos planos, aunque también de la estampa tradicional japonesa, el Ukiyo-e (un género de grabado japonés) o el mismo Hokusai.
En él hay sutileza y precisión, un gusto exquisito para las formas que parecen flotar en el espacio y que se articulan en una gramática de mínimos. Su inquietante mordacidad de expresiones cínicas y cómplices, confluyen en los ojos de los niños –que parecen contener un universo en su interior–, convirtiendo sus pinturas en escenas enigmáticas.
Su estilo cuqui-Kawaii es, en realidad, kimo-kawa, “feo y raro, a la vez que bello y encantador”, aunque desde una mirada occidental tiene más en común con la cultura del arte de lo abyecto de los años 90.
Derivado del libro de Julia Kristeva Poderes de la perversión (1980), lo abyecto alude a una intensa reacción humana ante la ruptura de significado causada por la pérdida de diferencias entre el yo y el otro. En esta línea de trabajo están también Mike Kelly, Paul McCarthy, Cindy Sherman o los hermanos Chapman.
Yoshitomo Nara es habitualmente asociado con el movimiento Superflat que inició Takashi Murakami mientras estudiaba en UCLA, en el que redefinía la idiosincrasia de la identidad artística japonesa contemporánea como una síntesis del exceso del manga y el anime. Nara, sin embargo, reniega de este estilo, al afirmar que le sitúa en una práctica tendeciosa y superficial.
El japonés utiliza una particular simbología que se repite a lo largo de casi cuarenta años de trayectoria. Como otros pintores han hecho antes, por ejemplo Giorgio Morandi, Nara recrea obsesivamente el mismo motivo una y otra vez: el cuchillo amenazador, por ejemplo, aparece ya en los años 90, cuando pinta a la manera de Basquiat o Paul Klee en escenas que ha ido depurando y esencializando con los años.
Niños con un cuchillo en la mano, el agua al cuello, hundiéndose en charcos o fumando cigarrillos se repiten durante décadas, siendo al principio una siniestra autorrepresentación autobiográfica hasta llegar a convertirse en una crítica universal y antibelicista.
Muchas de sus pinturas y dibujos hacen referencia a la música, la disciplina que realmente ocupa dos tercios de su tiempo. El punk como expresión de libertad en estructuras sencillas que se repiten, el pop y el folk son su pasión, junto al grafiti y al arte prehistórico: sus estilos plásticos favoritos.
Dibujos y pinturas deliciosas y perversas, junto a dos esculturas, una de ellas una instalación que recrea su taller, es la refrescante propuesta veraniega del Guggenheim Bilbao, un viaje por la soledad y la introspección, también por la lucidez y la belleza de un pintor estoico.