Miró-Matisse: érase una vez la pintura y un marchante que cambió la historia
- La exposición de la Fundación Joan Miró de Barcelona desentraña las filias y puntos de intersección entre ambos.
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MiróMatisse, un diálogo entre dos artistas referentes del siglo XX. Está es la intención de la exposición. De generaciones distintas –Henri Matisse era 23 años mayor que Joan Miró– representan dos sensibilidades diferentes. No obstante, los dos artistas se conocieron, y podemos decir que, contrariamente a lo habitual, se inspiraban una admiración e interés mutuos. Además, el hijo de Matisse, Pierre, marchante de ambos pintores, hizo una labor de puente entre los dos.
Pero de lo que se trata aquí es de confrontar la obra de uno y otro para provocar asociaciones –o fricciones– que iluminen nuevos sentidos. Buscar este tipo de relaciones es una forma de hacer hablar a las imágenes, que son mudas. No todo es relacionable, pero en este caso hay una justificación: los dos pintores ambicionaban romper con la tradición y, entre otros recursos, utilizaron especialmente el color.
Por tanto, presentar a estos dos creadores frente a frente significa explorar el significado del color: cómo lo utilizaban, qué sentido le daban, cómo lo aplicaban...
La exposición despliega un itinerario hipnótico punteado aquí y allá, por piezas contundentes, algunas de las cuales, como Naturaleza muerta II (Lámpara de Carburo) (1922-23), de Miró o Vista de Notre-Dame (1914) de Matisse, vienen del MoMA de Nueva York y no se habían visto nunca en Barcelona. Este recorrido se aglutina en torno a tres núcleos.
El primero presenta el “efecto Matisse”, por decirlo de alguna manera, el descubrimiento del color de un joven Joan Miró en una Barcelona provinciana y periférica respecto a los grandes centros artísticos.
La exposición plantea muy bien cómo Miró buscaba una nueva manera de hacer arte y sacudir la tradición, cuando encuentra en Matisse –del cual pudo ver alguna obra directamente en la ciudad a través de la galería Dalmau y de la Exposición de Arte Francés de 1917– uno de sus referentes.
Pero Matisse no fue el único. El joven Miró, poroso a la modernidad, realiza una síntesis de diversos artistas de vanguardia –cubistas a futuristas–, que conocía fragmentariamente, entre los cuales destaca Robert Delaunay.
El segundo núcleo de la exposición es la confrontación Miró-Matisse cuando ambos ya han desarrollado y madurado su lenguaje. Matisse parece vincularse a un arte decorativo, para algunos burgués y hedonista, que aspira a un ideal de “calma, lujo y voluptuosidad”.
“Lo que sueño es un arte de equilibrio, de pureza, de tranquilidad, sin asunto inquietante o preocupante, que sea para todo trabajador o intelectual un lenitivo, un calmante cerebral, algo análogo a un buen sillón en que descanse de sus fatigas físicas”, dirá en una célebre afirmación.
Miró, por su parte, y aunque reconozca que algunas de sus obras puedan relacionarse con las del maestro francés, se expresa brutalmente. Frente la pintura feliz de Matisse, el mundo de Miró está poblado de figuras monstruosas. Es una expresión dramática y trágica. Asoma en ella el instinto, violencia en estado puro.
Pero Matisse, igualmente, introduce deformaciones. Cuando al artista francés se le censuraba porque distorsionaba sus figuras, él respondía que no pintaba una mujer, sino que hacía un cuadro. Una respuesta que posee el don de la oportunidad, pero a todas luces insuficiente bajo el foco de la obra de Miró. Porque, acaso, esas deformaciones posean una dimensión deshumanizada.
El tercer núcleo es la obra tardía de ambos creadores. Son especialmente significativos los proyectos de Matisse para las vidrieras de la Capilla del Rosario de las Dominicas de Vence –y, por extensión, sus trabajos realizados con recortes de papel de colores–, porque introducen una interpretación diferente de su cita anterior y un sentido más allá del sillón burgués.
Ahora nos encontramos en un lugar sagrado y acaso su idea de pintura y de color se asocie a una suerte de utopía, un lugar espiritual. Y este mismo principio está muy próximo a los monocromos de gran formato y puro color de las últimas etapas de Joan Miró: una pintura del silencio, del vacío, del absoluto.
En todo caso, piezas depuradas de Miró –como Pintura (El guante blanco) (1925)–, entre otras, acompañan en la misma sala los proyectos de Matisse para la Capilla del Rosario. En definitiva, este diálogo entre los dos artistas hace intuir deslizamientos de significados entre sus obras y nos hace descubrir mensajes, a priori, insospechados. Esta es la aportación de la exposición.
Hemos dicho anteriormente que en la relación Miró-Matisse había un personaje decisivo que los hizo aproximarse aún más: Pierre Matisse, marchante de ambos. Merece mencionarse un apunte sobre el galerista: los connaisseurs se preguntan por qué en Barcelona, siendo la ciudad donde Miró inició su trayectoria, apenas hay obra de su primera época. La causa es Pierre Matisse.
Rafael Santos Torroella explicaba que cuando la asociación Cobalto 49 organizó una exposición de homenaje a Miró en 1948, la primera en España después de la Guerra Civil, la muestra se realizó con obras de sus comienzos, dispersas entre familiares y amigos, pues el artista no quiso exponer su trabajo reciente.
En la relación de obras se indicaban los propietarios. Una vez clausurada la exhibición, a Pierre Matisse solo le hizo falta el listín de teléfonos para identificarlos; pasó casa por casa para adquirir cada una de las obras. Pocos o muy pocos se resistieron a los apetitosos dólares del avispado y visionario marchante.