Image: Luis M. Mansilla: Todos perdemos

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Arquitectura

Luis M. Mansilla: Todos perdemos

16 marzo, 2012 01:00

Auditorio de León, de Mansilla+Tuñón

La inesperada muerte de Luis M. Mansilla ha dejado un enorme vacío en el mundo de la arquitectura española. Querido y muy bien valorado por sus colegas, uno de ellos, muy cercano, el arquitecto Juan Herreros le rinde en estas páginas un especial homenaje.

Hay una mitología sobre la conveniencia de las habilidades complementarias según la cual dos personas con carencias simétricas pueden unirse y crear una pareja capaz de ofrecer el espectro completo de las virtudes. Sin embargo, sabemos que eso no es así. Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla eran dos arquitectos completos por separado. Ninguno necesitaba al otro, pero decidieron unir sus fuerzas y crearon un híbrido único llamado Mansilla+Tuñón. Averiguar lo que viene de uno o de otro es tarea tan estéril como peligrosa. Luis Mansilla se nos ha ido, y en un instante todos hemos perdido, porque ya no es cuestión de ser amigo o colega, de conocer los entresijos de su timidez o su sensibilidad, es un arquitecto esencial lo que se nos va, un capítulo único de la arquitectura reciente de España y del mundo lo que se cierra por sorpresa.

A mediados de los 80, unos pocos arquitectos de la escuela de Madrid, imbuidos del optimismo que nos proporcionaba el estreno de una libertad novedosa que nos había acompañado durante la carrera, repletos de ingenuidad y energía, quisimos imaginar un mundo en el que la arquitectura se desprendía de ciertas tensiones y dogmatismos, de ciertos contenidos épicos en los que habíamos sido educados, que lastraban toda mirada confiada sobre el futuro luminoso que prometía aquella joven democracia. Luis y Emilio, graduados en torno a 1982, habían sido personajes mitológicos en la escuela de finales de los 70 por sus capacidades diversas. Ninguna asignatura era ajena a sus habilidades rompiendo el modelo según el cual había que ser técnico o creativo, pero nunca las dos cosas. Su fidelidad para con Rafael Moneo retrasó su incorporación a la primera línea pero llegaron con impetuosa decisión y plantaron su Museo de Zamora (1993-1996) sobre la mesa como primer envite. Desde entonces, no han parado de aportar materia prima para el progreso y la puesta en valor de la arquitectura por una sociedad poco amiga de reconocer el talento y la oportunidad de los mejores. ¿Su secreto? Quizás empezar sus frases diciendo "no sé" en lugar de "yo creo".

Durante más de veinte años, sucesivos intentos buscaron un lugar inédito para el juego y la paradoja como instrumentos del proyecto. Temibles en los concursos por su capacidad de sorprender, en cada una de sus obras se pueden escuchar las conversaciones entre dos personalidades extraordinarias que al no tener el peso de la soledad creativa pueden inventar y poner en boca de ese tercero que es M+T una colección de descaradas perversiones del sistema. La invención de las reglas -y de su transgresión-, la adopción de léxicos, códigos y referencias traídos de sus mundos paralelos y sus intereses particulares para convertirlos en arquitectura, han configurado un estilo reconocible que ellos mismos se han encargado de poner a disposición del que lo quiera implementar. Para los que hemos transitado otros caminos, es de ley reconocer la poderosa raíz de su formalismo emocionante, aquel según el cual, el gusto por las formas es razón más que suficiente para intentarlo. Al fin y al cabo, solo son edificios, no testamentos. Y, mucho más específico: se permiten el lujo de ser conceptualmente figurativos en un mundo dominado por la abstracción, y de convocar y poner en valor el cliché como recurso mucho antes de que el ambiente más intelectual de las universidades americanas lo reivindique como cultura consciente o inconsciente de la comunidad arquitectónica más allá del manido concepto de "tipología", una palabra que se nos ha quedado vacía de tanto usarla.

Nunca abandonaron la ETSAM, a la que han devuelto con creces todo lo que allí recibieron de una generación de profesores única. Se inventaron Circo, otra perversión del formato, un fanzine en el que todos tienen voz y espacio, un mito de la coincidencia y la posibilidad de hablar y escuchar, de dialogar, estar en desacuerdo, participar en definitiva. Sí, de nuevo la comunidad de arquitectos convocada y revelada por dos tipos fantásticamente normales. Y dieron cientos de conferencias, y dirigieron congresos y workshops, y enseñaron en Lausanne, Harvard y Princeton, y llegaron al MoMA de Nueva York y ganaron el premio Mies van der Rohe por el MUSAC de León, sin duda el más importante de los concedidos en el mundo a un solo edificio, y arriesgaron y acertaron de pleno y también a veces, el experimento tuvo que buscar una segunda oportunidad. Siempre juntos, y pasándoselo más que bien. ¿De quién estamos hablando?

Este es definitivamente un país de héroes y quizás el mayor lastre que acarrea la historia de personas como Luis Mansilla es que siempre nos empeñamos en sublimar sus condiciones, en convertirlos en materia admirable a base de alejarlos de nosotros. Tuñón y Mansilla han tenido grandes cronistas enamorados de su trabajo pero les ha faltado quien ponga en valor su sentido del humor infrecuente, su cinismo inteligente y sus guiños a la historia, al arte o a los modelos, que son pedagogía pura. Todos les debemos haber acercado la arquitectura a la gente no habituada a convivir con ella y explicar a través de su trabajo el tremendo valor añadido que la obra de calidad aporta a la vida cotidiana. ¿No es ese el fundamento de la sociedad civil, aquella capaz de apreciar lo que tiene y premiar la generosidad de los que en el ejercicio de su trabajo buscan el bien común? Por eso, el premio verdadero que reciben los arquitectos como Luis es el de cada persona que se beneficia de su existencia al cruzar el umbral de cualquiera de sus edificios diseñados con Emilio.

Desde su fundación, Mansilla+Tuñón, que no es Luis, que no es Emilio, ha inventado y propuesto una forma de ser arquitecto que es su principal aportación y que, lamentablemente, ya no podrá ser. Emilio Tuñón, un arquitecto inteligente como pocos, atravesará la niebla y terminará con entusiasmo las obras en curso y seguro que propondrá pronto una nueva forma de estar y hacer, otra proyección necesaria de sus ilusiones y sus dudas y nos regalará grandes obras y nuevas ideas y todos disfrutaremos de ello. De Luis nos queda decir que el tributo debido a su talento definitivamente no debe ser patrimonio exclusivo de los arquitectos sino del conjunto de la inteligencia cultural de este país. Todos perdemos, pero pierden sobre todo los que no lo saben: todos los que no pudieron descubrir a tiempo para qué sirve un arquitecto de su talla y con ello renunciaron a la emoción de habitar un M+T -admirada pareja la de los dueños de Atrio en Cáceres que se dieron un lujo que casi nadie consideró oportuno-; pierden todos los alumnos que no le van a conocer; tanta gente que no va a escuchar sus conferencias como la que pronunció entre amigos esa última noche... y sobre todo, vamos a perder tantas opiniones sorprendentes y provocativas que tanto nos hacían pensar cuando las dejaba caer sin querer, como aquella de que la naturaleza no es para tanto, o más arriesgada aún entre arquitectos, la que predijo que el espacio no es nada en comparación con el tiempo que se nos escurre entre los dedos.