Inseparables
Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología en La Coruña
15 junio, 2012 02:00Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología en La Coruña. Fotografía: Santos-Diez
La reciente apertura del Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología en La Coruña, de Acebo y Alonso, es una buena oportunidad para reflexionar sobre la variable naturaleza del letargo y lo tardío, la discutible administración de la arquitectura pública y el peso oculto del tiempo.
Victoria Acebo y Ángel Alonso ganaron en 2001, apenas rebasada la treintena, el concurso para la realización del Centro de las Artes de La Coruña, en la Bahía de Riazor. Su éxito se basó en aunar dos programas muy diferentes, un conservatorio de danza y un museo, mediante un concepto potente y sofisticado: dos edificios encajados en un único volumen "como siameses unidos por la espalda", en sus propias palabras. La solución llegó de la mano de unos prismas colosales que partían del cuerpo central para invadir el vacío de un contenedor cúbico de vidrio refringente. Mientras que el interior de las cajas estaba destinado a las salas del conservatorio, con vistas a la ciudad, fuera, en el negativo espacial de los cuerpos de hormigón y protegido por la envolvente, se daba forma a un oxímoron: un museo espectacular y ensimismado.
El proyecto establecía también maridajes arquitectónicos que lo dotaban de una merecida relevancia cultural. Por un lado, compartía intenciones espaciales (la idea de una superestructura que alojase otras en su interior) y rasgos formales (su envolvente opal y hexaédrica) con una propuesta mítica: el concurso de Rem Koolhaas para la Biblioteca de Francia (1989). En segundo orden, matizaba la retórica técnica del Movimiento Moderno mediante una construcción transparente y velada por la distorsión de su piel vítrea. Las artes diplomáticas de Acebo y Alonso consiguieron el equilibrio entre una arquitectura objetiva (de idea clara, formalización rotunda y sólidos platónicos) y la ambigüedad y sugerencia promovidas por los detractores del positivismo. Se aceptó el acuerdo con aplauso unánime y la propuesta se convirtió de inmediato en objeto de culto. ¿Qué podía fallar?
Han pasado once años. El pasado 4 de mayo se inauguró en este edificio el MUNCYT, la sede del Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología. Los avatares burocráticos han colocado hoy aviones y máquinas de vapor donde antes se imaginaron bailarinas. Como si hubieran sido invitados a la cena de El Ángel Exterminador, Acebo y Alonso quedaron retenidos en el espacio que ellos mismos habían creado, aguardando pacientes la señal de un poder ignoto. Frente a las voces que apuntan al arquitecto como culpable de los excesos pasados, no sería mala cosa percatarse de cuántas veces la necedad política ha secuestrado a la arquitectura para sus propios intereses.
El MUNCYT supone un rotundo acto de afirmación, al tiempo que la inversión de un ciclo natural; una larga travesía culminada con un final optimista que muestra a unos ciudadanos apoderándose al fin de su museo. Al igual que la idea original se aprovechaba del haz y el envés de las superficies para hacer convivir dos usos diferentes, la propia construcción une para siempre al edificio y su relato. La pregunta de si todo el periplo debería importarnos o si la arquitectura se ha beneficiado en algo es, en realidad, absurda. Porque la arquitectura tiene tiempos lentos, no siempre en sincronía con la realidad. Como un actor que se hubiera confundido de obra, su salida al escenario provoca una mezcla de estupor y dislocación, aunque el texto que declame sea mejor que el programa previsto. Conocemos bien el caso contrario; desde la Ciudad de la Cultura, en Santiago, a la Plaza de la Encarnación, en Sevilla, nuestra geografía está plagada de proyectos devorados por sus circunstancias que han devenido en edificios falaces. La diferencia es que aquí y pese a todo, el proceso se ha convertido en memoria, pero nunca en excusa.