Detalle del interior de Casa Mediterráneo
La estación de tren de Benalúa quedó en desuso al trasladar sus vías al centro de Alicante. Manuel Ocaña ganó en 2010 el concurso para su conversión en sede de la Casa Mediterráneo bajo el lema ‘Malditos Modernos'. Una declaración de independencia.
En las aristas de la bóveda vaída que cubre la sala de desayunos de la casa-museo de John Soane, en Londres, se incrustan unos espejos convexos que, según ciertas interpretaciones, sirven para que la arquitectura se vea a sí misma y se multiplique. Algo así pasa con los espejos situados al final de la gran nave de Casa Mediterráneo que, enfrentados al paisaje de vías muertas y suspendidos de la red metálica que sirve de límite abierto del edificio, dejan un aroma imaginario de frontera y gafas de policía motorizado. Manuel Ocaña (Madrid, 1966) es, como Soane, consciente de la importancia de la propia subjetividad como medio de conocimiento. Un romántico, para abreviar. Tan enfrentado al ambiente higiénico de la modernidad como esa Casa Mediterráneo que ha terminado en Alicante.
"Todo en el cielo y nada en el suelo: es una metáfora de España", dice Ocaña. Se refiere a la cubierta: sobre un cielo de cerchas planas descansan unas ondas de policarbonato -en azul "Solán de Cabras", especifica- y se suspende una celosía interior de círculos secantes de aluminio. El final de las vías queda así sumergido en un volumen de luz marina, que deja una expresión embobada en los rostros de los visitantes y una curva en sus cervicales, producto de mirar a la superficie en apnea. Esa es la imagen por lo que se recordará al edificio, sin duda.
Un apunte de arquitectura-ficción: ¿y si ésta fuese un MacGuffin? Resulta, por supuesto, extraordinariamente llamativa, y no oculta cierto anhelo sublime. Pero corremos el riesgo de que el truco, por bueno, despiste otros aspectos sobresalientes del proyecto, desde la relación crítica entre continente y contenido a la inteligencia de la gestión económica y energética. Tampoco es que bajo la cubierta no haya "nada":
hay una forma muy clara de entender este espacio y hasta una cierta impaciencia por averiguar cómo se dispondrán en su interior las pistas dejadas por el arquitecto. Una acromatopsia pasajera permite entender mejor el empeño.
Foto: David Frutos/ Bisimages
La Casa Mediterráneo es una institución pública que busca "el conocimiento mutuo entre España y los países mediterráneos". La alianza de civilizaciones, construida. Su programa es extenuante y lábil: seminarios, conciertos, danza, exposiciones... En los tres años de desarrollo de su sede han desfilado dos gobiernos, dos ministros, dos presidents, dos directores generales...
El arquitecto ha tenido que adaptar casi cada vez el proyecto con resultados diferentes para acercarse a las expectativas designadas por los sucesivos clientes -en sustitución de los auditorios del concurso llegó a existir, incluso, un half-pipe para skaters-. Ambición creciente, presupuesto menguante, la obra amenazó con quedarse en el limbo. En el país de El Quijote, todo es deriva.
Pero Ocaña decidió utilizar la cubierta de liebre. Y obstinado en darle sentido, ha levantado un pequeño pueblo de invernaderos (a 3.000 euros la unidad), con sillas de catálogo y mesas de cerrajero diseñadas por él mismo que permiten el uso y consiguiente mantenimiento del edificio. Unos pequeños aparatos de aire acondicionado climatizan únicamente los pequeños volúmenes de trabajo, evitando el desperdicio energético. Un futuro de pocos lujos, pero sin dramas; un oxímoron construido de ebriedad ascética.
El destino de nuestra arquitectura pública pende de un hilo finísimo, lazo o garrote según el día. Las incertidumbres en la financiación y la candidez con la que se plantean los programas provocan indefinición en los plazos o, frecuentemente, su abandono. Es preferible el azúcar al acíbar, y cuando todo el mundo habla de responsabilidad -y señala con el dedo al arquitecto-, importa encontrar ejemplos dotados de estribillo, populares sin populismo y realistas sin ser necesariamente pragmáticos.