
Dimitris Pikionis en Delfos. Foto: ©2025 Benaki Museum / Modern Greek Architecture Archives
Dimitris Pikionis, el último arquitecto de la Acrópolis
La exposición del Círculo de Bellas Artes de Madrid muestra el singular legado de este arquitecto griego, tan indeciso entre Oriente y Occidente como su propio país.
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Le debemos tanto a Grecia que nos la hemos figurado como pobre. Solo por tal presunción se entiende que los inventores de Europa hayan sido relegados a una Europa extramuros, mientras se cruzan por sus aguas cruceros y falúas de refugiados. Sin embargo, Grecia es Grecia para lo bueno y para lo malo, y uno de sus mejores arquitectos modernos lo ha sido, precisamente, por no ser el mismo que el de cualquier otro lugar.
Dimitris Pikionis (1887-1968) construyó poco, habló menos y es perfectamente invisible para las hordas de turistas que pisan cada día su obra maestra, los senderos de la Acrópolis. “La arquitectura, más que cualquier otro arte, debe llevar la poesía a la vida cotidiana”, dejó dicho, como si fuera Nietzsche. Es un ministerio palpable en Dimitris Pikionis. Una topografía estética, la sucinta muestra comisariada por Juan Miguel Hernández de León y Covadonga Blasco en el madrileño Círculo de Bellas Artes, a los pies de Atenea/Minerva.
“No me avergüenza decir que la arquitectura no era el centro de mis aspiraciones”. Pikionis fue un profesional tardío: no construyó hasta los 34 años, cuando ya se había convertido en profesor. Pese a estudiar Ingeniería Civil –Arquitectura no se impartía aún en el Politécnico de Atenas–, su amistad con Giorgio de Chirico y su propio interés por la pintura le llevaron a Múnich y París en la primera década del siglo XX. Allí se reencontró con De Chirico y trabajó para un arquitecto Beaux-Arts, Jules-Léon Chifflot.
Sin embargo, más que empezar una nueva carrera, en su regreso a Grecia en 1912 un impulso le hizo enrolarse en el ejército solo para ver de cerca la debacle helena frente a las tropas de Atatürk. No extraña que, con las ilusiones rotas y un país en crisis ante la constante injerencia extranjera, sus primeras obras, como la rústica casa Moraitis (1923), con arcos de medio punto, o la Karamanos (1925), vagamente clásica, tuvieran escaso interés en el presente.
El tiempo es inasible y circular en la obra de Pikionis. Con su escuela en el monte Licabeto de Atenas, de 1932, una cascada de volúmenes blancos muy Bauhaus, pudo ponerse al día, aunque el arquitecto la viese más como heredera de esas arquitecturas del Mediterráneo que conocía a la perfección. Sea como fuere, tres años después hizo gala de inconformismo en su colegio en Salónica: cubiertas inclinadas de teja y barandillas de madera de aire regionalista; es decir, lo contrario.

Mirador hacia la Acrópolis en el monte Filopapo. Foto: © 2024 Círculo de Bellas Artes
Esa mezcla se vislumbraba tanto en sus edificios –las viviendas en la calle Heyden de Atenas (1936), modernas a la calle, tradicionales al patio–, como en su actividad intelectual: en la revista To Trito Mati (El tercer ojo), que comandó entre 1935 y 1937, Cézanne y Klee convivían con Bizancio. Y silencio, otra vez.
Debido a la confrontación civil entre comunistas y tropas reales, la Segunda Guerra Mundial se alargó en Grecia hasta 1949, superponiéndose, incluso, al inicio del Plan Marshall. La reconstrucción favorecía un crecimiento desatado, a lo que Pikionis contestó reivindicando la memoria y el sostenimiento de la artesanía tradicional.
Al crecimiento desatado, Pikionis contestó reivindicando la necesidad
de memoria y la artesanía tradicional
Así inició una serie de obras meticulosas, desde la casa de la escultora Froso Efthimiadi (1949) a la de Potamianos en Atenas (1955), que recuperaban fragmentos de otras construcciones para combinarlos en una suerte de collage entre lo nuevo y lo viejo. Mientras, en los accesos y jardines ensayaba un peculiar mecanismo de armonía.
La symmetría de los antiguos no consistía, como la nuestra, en el reflejo de un elemento a ambos lados de un eje imaginario, sino en un calculado equilibrio de masas, una sofisticación visual que explica, por ejemplo, la libertad con la que los templos griegos se disponen en sus recintos. Convencido de la continuidad de esos sistemas –y según los ejercicios gráficos de su pupilo Constantinos Doxiadis–, Pikionis comenzó a trazar tupidas redes radiales para ordenar volúmenes y escorzos, como en el hotel Xenia en Delfos (1956; hoy muy deteriorado) y, sobre todo, en los caminos hacia la Acrópolis y la colina de las Musas. Nada menos.

Fragmento de la fachada de la capilla de San Dimitrios Loumbardiaris. Foto: © 2024 Círculo de Bellas Artes
Aunque había abandonado la pintura al hacerse arquitecto, en las faldas de la roca de Palas Atenea, Pikionis pudo componer al fin su propia elegía al paisaje del Ática. “Nada existe por sí mismo, todo es parte de una armonía”. Bien que lo demostró: con apenas unos bocetos preliminares y la ayuda de estudiantes y artesanos, dedicó siete años a colocar, pieza a pieza, los mármoles rescatados de las demoliciones del desarrollismo ateniense, una postura ética frente al despilfarro que entendemos mejor hoy, siete décadas después y en plena crisis medioambiental.
Concluida en 1957, esa subida a la Acrópolis, un osario de volutas neoclásicas, rocas y vegetación, se asemeja a una paradójica miniatura que hubiera devenido en paisaje. Por el contrario, hacia la colina de las Musas, la mirada no culmina en el suelo, sino 2.500 años atrás: el Partenón como horizonte mineral.
Esa orfebrería del camino se extiende a la rehabilitación de la iglesia ortodoxa de San Dimitris Loumbardiaris, con un umbráculo de madera un poco japonés como refugio del calor ateniense. Se trata de un orientalismo insistente que recrearía, años después, en su extraordinario jardín de juegos en Filothei, al norte de la capital. La entrada es un pórtico de troncos apenas labrados y coronados por un sol; hay una choza, pabellones de té y el pecio de una barca varada. Se terminó en 1965, en plena era espacial, aunque parece que tuviera varios siglos. Pero no es tanto que viniese del pasado como que, por una vez, Pikionis se había buscado la ruina por adelantado, quizá para verla bonita desde el principio, antes de despedirse.