Farrell y McNamara: tu vecino tiene un Pritzker
La concesión del prestigioso galardón a Grafton Architects cuestiona la naturaleza excepcional de esta medalla
6 marzo, 2020 14:39Cosas que sabíamos de Yvonne Farrell y Shelley McNamara, Grafton Architects, el martes 3 de marzo a las 15:59, un segundo antes de que el fallo del jurado que las anunciaba como ganadoras del Pritzker 2020 se deslizase en nuestra bandeja de entrada: que eran dos arquitectas irlandesas cercanas a los setenta años (1951 y 1952, respectivamente); que habían comisariado la Bienal de Venecia en 2018, edición no particularmente memorable; que habíamos visto un edificio suyo en Milán que nos gustó mucho y, a distancia, otro en Lima que algo menos; y que apenas se les conocían discurso o publicaciones, pero que parecían profesionales de probada competencia. Más o menos eso y alguna anécdota volandera para decir que no nos resultaba obvio pensar en ellas, ni en broma, como inmediatas portadoras del cetro mundial de la arquitectura. No se apunten a las quinielas con nosotros.
Vino enseguida a la cabeza el nombre del norteamericano Kevin Roche, Pritzker de 1982, no tanto por su origen dublinés como por su confianza compartida con Farrell y McNamara en potentes sistemas estructurales que resuelven tanto el programa como el aspecto de sus edificios. En el momento de recibir su galardón, Roche tenía una obra maestra incontestable, la Fundación Ford de Nueva York, y varias aspirantes a esa excelencia, pero casi nadie se acuerda de él hoy en día. ¿Quién hablará de las Grafton cuando hayamos muerto? Tal vez la pregunta deba formularse en otros términos. Más sobre esto al final. Al principio, fue Irlanda.
Las propias arquitectas han manifestado en varias ocasiones la importancia del lugar en su obra; se trata de un influjo evidente en sus reiteradas analogías geográficas, edificios como acantilados, o en su interés por emplear los materiales del sitio, y que aparece también en asuntos tan prosaicos como su alias. El nombre de la oficina, Grafton Architects, se debe a la arteria peatonal del centro de Dublín en la que, allá por 1978, montaron su primer despacho, y que une el parque de St Stephen con el Parlamento y el recinto del Trinity College. Es en este último donde realizaron el edificio del Departamento de Ingeniería Mecánica y Fabricación (1996), su primera obra de fuste tras una sucesión de ejercicios domésticos. Como se puede deducir por las fechas, Farrell y McNamara empezaron a florecer ya alcanzada la madurez profesional. Quizá por eso, han optado por mantener una sede estable en su ciudad —arquitectas de cercanías, su oficina apenas se ha desplazado un par de manzanas al oeste— y afrontar el crecimiento de su despacho a partir de pasos tan discretos como firmes. En apenas dos décadas, han evolucionado desde la pequeña escala —caso de los apartamentos de Denzille Lane (1999) o la Long House (2001), ambos en Dublín— hasta construcciones de gran tamaño por todo el orbe, sin dejar jamás de cuestionarse dónde acaba el edificio y empieza lo público.
Al revisar sus conferencias resulta habitual toparse con variaciones del mismo croquis: masas más o menos oscuras que flotan para liberar el plano del suelo, y ofrecer así paso y refugio al viandante. En esa fijación, Farrell y McNamara expresan sin tapujos su libro de estilo: el proyecto se piensa en vertical, en el territorio emotivo de la sección, como ellas mismas lo definen. Vistas así las cosas, han recibido el Pritzker por un único proyecto repetido muchas veces. El método hizo pie en 2001, cuando ganaron el concurso para la Facultad de Económicas en Milán de la Universidad Luigi Bocconi, su primer encargo fuera de Irlanda. Concluida en 2008, la Bocconi se presenta a la ciudad como un rotundo crustáceo en piedra de Iseo, pero para el peatón que se cuela por sus rendijas es más bien un tapiz de patios que se extiende por el solar, bajo los bloques de oficinas. De forma similar, la secuencia de gigantescos pórticos de hormigón de la sede para la Universidad de Tecnología e Ingeniería en Lima (2015) evoca, de manera un tanto aparatosa, la estructura de un estadio, aunque en realidad sirve para alojar el conjunto de aulas y pasillos al aire libre. El edificio que cerraría este periplo de contenedores porosos sería la reciente Escuela de Económicas de Toulouse (2019), un conjunto de barras superpuestas que perfilan su talle a través de sutiles velos de ladrillo, material ubicuo en la capital de Occitania.
Más que el atractivo cosmopolita y acrobático de esas geologías, la verdadera cualidad de sus estructuras reside en la precisa creación de vacíos, disponibles para el uso y disfrute común. Cuando comisariaron la decimosexta edición de la Bienal de Venecia, escogieron un lema, «Freespace», que apelaba a los arquitectos y su destreza para encontrar imprevistos regalos espaciales, tanto en su amplitud como en su gratuidad (el otro significado de la expresión en inglés). El tema tenía algo de autobiográfico, obviamente. Este propósito se resolvía ya en sus primeras casas mediante plantas bajas que daban continuidad al exterior, o con un expresivo foyer subterráneo en el caso de la Bocconi, mientras que en sus últimos edificios para la Universidad de Kingston, en Londres, o el Institut Mines-Télécom de París-Saclay (ambos de 2019) ha derivado en una suerte de clasicismo que deja en el retrovisor antiguas sobreactuaciones formales.
La experiencia de su arquitectura remite, en todos los casos, a visiones cruzadas, planos en profundidad que se descubren y un paisaje de luces y sombras que les ha valido comparaciones un tanto obvias con Piranesi en boca del crítico inglés Kenneth Frampton. Tampoco hay que irse tan lejos: estos días, quizá por la impresión de sus rotundidades, ha saltado con frecuencia el término brutalista para definir el quehacer de Grafton Architects. El hecho de que esa arquitectura proliferase en las Islas Británicas en los años 1960 y 1970, periodo de formación de las homenajeadas, alimenta sin duda tal afinidad. Sin embargo, su obra no se corresponde con la áspera ética social de esa corriente, sino con el eclecticismo de aquellos que decidieron adoptarlo como gramática, atraídos por su nitidez estructural. Como Basil Spence o Denys Lasdun, quizá Farrell y McNamara sean más hábiles que auténticamente revolucionarias.
Ese matiz nos devuelve a la pregunta del principio: ¿serán memoria? Probablemente no. Si el jurado hubiese querido premiar una trayectoria «íntegra» o «el compromiso con la excelencia», como refleja en su acta, el teléfono debería haber sonado antes en el despacho parisiense de Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, pero no conviene hacer de menos al trabajo de estas dos arquitectas. Quienes suscriben estas líneas visitaron la Bocconi un caluroso día de agosto de 2017. En medio de la modorra estival, interrumpida por el son de los mosquitos tigre, un anciano, bolsa de rejilla en ristre, huía del sol del viale Bigny para descansar entre sus patios junto a los rezagados de algún cursillo de temporada. En ese retablo, tan improbable como armónico, se adivinaba un aroma infrecuente, llamémosle «civismo». El trabajo de Farrell y McNamara trata de ellos, nuestros vecinos, y de nosotros mismos. Con tan poca atención como nos prestamos, ¿tiene sentido pensar en la arquitectura como meritocracia de versos sueltos o podríamos empezar a valorarla por su gentileza hacia las personas? El auténtico problema, diga lo que diga el Pritzker, es que la empatía nos resulte tan excepcional como para señalarla.