Arte internacional

Munch: Expresionismo y mística

Fundación Beyeler de Basilea. Suiza

22 marzo, 2007 01:00

La voz. (Noche de verano), 1893. Museum of Fine Arts, Boston

Hasta el 15 de julio. www.beyeler.com

Acaba de inaugurarse en la prestigiosa Fundación Beyeler de Basilea Edvard Munch. Signos del Arte Moderno, una de las más completas exposiciones que se han celebrado nunca del pintor noruego, y, desde luego, la mayor realizada fuera de su país. 130 pinturas y 85 dibujos y grabados revisan todas las etapas del precursor del Expresionismo y figura esencial en el nacimiento del Arte Moderno. Las principales obras de Munch están allí: La voz, Melancolía, Mujeres en el puente, El beso, varios autorretratos..., que nos muestran las obsesiones, las profundas emociones y los sentimientos del artista. No está El grito, pero sí una de sus versiones, un grabado en blanco y negro realizado en 1895. Nuestro crítico José Marín-Medina ha estado allí, visitando las salas de la Beyeler que acogen a Munch hasta el 15 de julio.

Por la ambición del proyecto y su poder de interpretación, nos encontramos ante una antológica memorable de la pintura y obra gráfica del artista noruego Edvard Munch (1863-1944), planteando su influencia en el tránsito del siglo XIX al XX, y también su significación en el cambio radical de valores espirituales -filosóficos, religiosos, éticos y estéticos- llevados a efecto en los últimos cien años, hasta hoy. Se trata de una exposición engrandecedora, organizada por la Fundación Beyeler de Basilea para celebrar la fecha jubilar del décimo aniversario de su inauguración, un decenio que le ha sido bastante para convertirse en una de las cabezas de puente del circuito más exclusivo de las exposiciones internacionales.

Una alternancia imprevista y persistente de caracteres expresionistas y de principios místicos hace de unidad de presión que tensa el conjunto de la muestra. Es el pulso de este encuentro. En tal sentido, el arte de Munch, contemplado de una manera tan amplia como la que aquí se propicia, al exhibir 130 óleos y 85 dibujos y grabados, vuelve a poner sobre la mesa la cuestión de cómo los iniciadores del expresionismo moderno (con Van Gogh y Munch a la cabeza entre los pintores) lo fueron precisamente bebiendo del "cáliz dorado" del simbolismo alemán y francés, en cuya copa se había vertido "el embrujo psíquico del romanticismo". Es un combinado irresistible, que deja en el espectador una dulzura melancólica, la cual rememora imágenes mágicas como las del austríaco Trakl, el poeta de la angustia de la muerte y de la añoranza de la inocencia. Asimismo el registro filosófico de la obra de Munch conecta con la raíz nórdica e irracionalista del existencialismo del danés Kierkegaard, que lanzó el primer grito de guerra contra la filosofía especulativa, oponiéndole "el pensar existencial", a cuyo través el hombre se incluye a sí mismo en el hecho de ese pensar, en lugar de empecinarse en reflejar objetivamente la realidad. Y en lo moral, el obsesivo y desencantado diálogo entre el amor y la muerte que impregna las obras de Munch, no cesa de recordar la crítica de Nietzsche a los valores dominantes de la moral burguesa, concebida como rechazo de la autenticidad de la vida en nombre de un ideal. En fin los sueños y pulsiones neuróticas de muchos de estos lienzos remiten a Freud y a los estudios de Jung sobre la "persona", que no es una realidad propiamente dicha, sino un comportamiento, y asimismo un compromiso entre lo individual y lo social. A lo largo de la exposición se hace también inevitable la memoria de la amistad con Strindberg, cuya tremenda crisis religiosa el pintor presenció en París cuando el escritor sueco estaba terminando su autobiográfico Infierno, y, de otra parte, la devoción de Munch por su paisano el dramaturgo Ibsen, para algunas de cuyas obras diseñó los escenarios. Munch, junto a ellos, fue capaz de representar los dramas del hombre moderno como conflictos "de siempre" relativos al alma humana, trascendiendo la inmediatez del presente desde la perspectiva mística de lo originario o eterno.

Esta urdimbre espiritual se entreteje y desarrolla en los siete capítulos de esta antológica. El primero trata de la obra juvenil (1880-1992), y lo preside la más emocionada de sus obras tempranas, La niña enferma, de 1885-86, que aquí se ofrece en la versión de 1896, siendo notoria la inclinación de Munch a hacer réplicas de obras de las que no quería desprenderse "del todo". Esa imagen doliente rememora las muertes de su madre y de su hermana, y un dicho famoso del pintor: "Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles que velaron mi cuna, y desde entonces me han seguido toda la vida". Su genialidad es patente en cuadros tan tempranos como Muchacha sentada en la cama, que arranca del naturalismo de los pintores noruegos de la época, al tiempo que las estancias en Francia, en contacto con la obra de Manet y de los impresionistas, se reflejan en cuadros tan elocuentes como el oscuro Autorretrato de 1886, o tan radiantes como los paisajes de Niza. Su innata penetración psicológica culminó en retratos misteriosos: el de Olga Buhre, cuya figura se confunde con su sombra, y su sombra con la pared. Otras dos escenas de interiores realizadas en Francia son indescriptibles: Noche en Saint-Cloud y una inicial versión de El beso. No relatan sucesos; expresan sentimientos internos, con apasionado perfume simbolista. El siguiente capítulo recoge los años de Berlín, 1892-1895, fustigados por el trallazo de su conversión al "romanticismo expresionista". Es un capítulo deslumbrador y que perturba con el raro recordatorio art-nouveau de la delicuescente y "vegetal" figura femenina de La voz, entre pinos y ante un fondo de mar con el reflejo del astro vesperal en forma de columna fálica; o con el conmovido relato de Noche de tormenta, paisaje con figuras reflejando la vivencia de Munch cuando fue burlado por sus amigos y por una chica de la que estaba enamorado, suceso que lo confirmaría en la misoginia y en la soltería. A ese respecto, en Vampiro el pintor acusa la capacidad destructora de la mujer en sus caricias, mientras en Pubertad plasma la efigie y figura de una jovencísima "lolita". En la serie Madonna, la mezcla del símbolo y de la expresión tienen su santo y seña, recargando la imagen femenina desnuda con símbolos de vida originaria (el flúido seminal de su orla) y muerte ineludible (la figura del feto).

El tercer capítulo (1896-97) recoge los años vividos en París dedicados a un dominio superior del grabado -en la línea de Rembrandt y Goya-. Hay piezas y variaciones admirables, maravillosas. Véanse las de El grito, Autorretrato con brazo de esqueleto, Cenizas o La esfinge, sobre el motivo clásico de las tres fases de la vida. El apartado cuarto (decenio 1898-1908), de viajes incesantes, pasión por el alcohol, vida bohemia y enfermedades nerviosas) deslumbra con muchos de los 22 óleos realizados para el ciclo El Friso de la Vida. El lenguaje evoluciona: la pintura es más plana, la intensidad cromática llega a sus niveles más altos, y la expresividad sinuosa e insistida del dibujo se constituye en inconfundible: con todo, junto a desnudos de fuerte expresión, junto a velazqueños retratos de cuerpo entero y de gran formato, se reaviva el simbolismo de la serie Mujeres en el puente y, sobre todo, de los paisajes de Noches blancas. Con la suerte infalible de no dejarse nunca llevar por lo literario, a pesar de afrontar piezas tan potentes y dantescas como el desnudo Autorretrato en el Infierno.

El riesgo de las ordenaciones cronológicas se paga caro en una exposición globalizadora, evidenciando las etapas menos interesantes de un artista, aunque éste sea genial, como Munch. Así ocurre con los capítulos cinco y seis de esta antológica, por más que los especialistas encontrarán en ellos el interés del influjo de la fotografía en la pintura del maestro, y su capacidad de abstraer y concretar, de hacer y deshacer dibujo, figura y color dentro de un mismo cuadro en su obra tardía. Alza el vuelo otra vez la exposición y cierra a la alza, con el capítulo sobre el renovado esplendor de la gráfica final de Munch, que combina lo lírico con lo cruel, y la gracia del puro dibujo con la negrura profunda de la muerte. Todo Edvard Munch, sobre la destrucción concebida como arte.

Los gritos de Edvard Munch

No ha viajado El grito (1893) a Basilea, aunque sí ha llegado a la Fundación Beyeler una maravillosa litografía, una de las versiones que Munch realizó de su pintura más famosa. Son cinco las versiones de este grito, símbolo del hombre moderno, que ya no cree en Dios y para quien el nihilismo no ofrece ningún consuelo. El original es propiedad de la National Gallery de Oslo, de donde fue robado en febrero de 1994 y recuperado ocho semanas más tarde. La segunda versión es propiedad del Museo Munch de Oslo y también fue objeto de hurto, esta vez en 2004 y junto a la Madonna. La policía anunció en 2006 la recuperación de ambas, aunque parece que El grito ha sufrido esta vez daños irreparables. La tercera pertenece al mismo museo y la cuarta es propiedad de un particular. La litografía fue realizada en 1895 y permitió imprimir la famosa figura en revistas y periódicos de la época.