Política y futuro en la Bienal de Estambul
Michael Rakowitz: The Flesh is yours, the Bones are ours, 2015. Foto: Sahir Ugur Eren
La esperada 14ª Bienal de Estambul, que firma la estadounidense Carolyn Christov-Bakargiev, ha abierto sus puertas en la capital turca. Tras el éxito de la Documenta que dirigió en 2012, la comisaria vuelve con un ejercicio libre, de gran carga metafórica, que no elude la compleja situación de nuestro mundo.
Ha situado su proyecto en sedes derramadas por toda la ciudad, desde espacios institucionales como Istanbul Modern (este año no se ha contado con Antrepo, las grandes salas vecinas que siempre han acogido la Bienal) o ARTER; centros de enseñanza como la Escuela Griega de Galata o el Liceo Italiano; hoteles como el Splendid de la isla de Büyükada o el Adahan en Beyoglu; talleres de artistas, establecimientos comerciales, garajes, baños turcos, redacciones de periódico y barcos. Muchos barcos. Como en Kassel, Christov-Bakargiev se ha rodeado de una serie de lugartenientes que aquí no se llaman "agentes" sino "alianzas". Muy ligada a ella intelectualmente permanece Chus Martínez; también el propio Huyghe y William Kentridge, o el estupendo artista turco Cevdet Erek, que ha sido de gran ayuda en la exploración de lo local. La presencia de tanto buen artista en el equipo y el abandono sistemático de los dogmas curatoriales del que hace gala la irreductible comisaria indican que la bienal no se ha concebido tanto como una selección de trabajos al servicio de una trama sino como una gran obra en sí misma, una inmensa obra coral, orgánica y abierta, imprevisible y arrítmica. No sé qué escritor decía hace poco que su novela no tenía tronco pero sí ramas, y que quería que las ramas acabaran formando el tronco. Esta exposición es como esa novela. Y como en Documenta, Christov-Bakargiev y su equipo demuestran un talento descomunal en esto del exhibition-making, que conciben desde una voraz curiosidad y de una fascinación por la relación entre el arte y todos los campos de conocimiento. Aquí se habla de oceanografía y de psicoanálisis, de ciencias naturales y de Teosofía, de neurociencia y de gentrificación, y a través de todas estas disciplinas se toma plena conciencia del lugar. Tenían el listón alto tras el clamoroso éxito de Kassel, y les ha vuelto a salir un proyecto fantástico. No debe ser mala señal que esa curiosidad tenga un efecto viral y que nos invite a querer saberlo todo sobre lo que aquí se trata.La bienal no se ha concebido como una selección de trabajos, sino como una obra en sí misma
Ania Soliman: Inside the King there is Nothing, 2015. Foto: Sahir Urun Egen
Saltwater. A Theory of Thought Forms (Agua salada. Una teoría sobre formas de pensamiento), es el título de esta gran muestra que, entre artistas y ponentes, reúne a más de 200 artistas. Dos son las metáforas que la sustentan: la sal, de la que esta zona geográfica es, como dice el oceanógrafo turco Emin Özsoy, un "milagroso museo natural", y las olas y las corrientes, que han arrastrado y arrastran un ingente potencial narrativo. Con sus muy variadas propiedades, la sal tampoco es inmune a la metáfora. En una poderosa instalación de Anna Boghiguian, un barco que naufragó en la Antártida reaparece, tras el deshielo, en 2300. Se ha conservado por la sal, pero esta ha destruido la tecnología digital, porque lo digital y la sal, nos cuenta, son incompatibles. Montones de sal de diferentes características rodean el barco y aluden a esa doble y compleja condición. La pieza está en la Antigua Escuela Griega, país a cuyo problema actual Boghiguian llama una crisis de "pan y sal", pues "ataca el sustento básico de las griegos", y a través de fascinantes dibujos pone el acento en la relación entre la historia marítima y la de la esclavitud y la infamia. En Istanbul Modern, la obra poliédrica y profunda de la alemana Grace Schwindt, que pronto veremos en España, revisa la creciente conectividad de las rutas comerciales globales partiendo de la ruta marítima abierta en el Ártico por los rusos. Esta obra entronca con esa otra fuente, la que mana de la singularísima geografía de Estambul, a orillas de un Bósforo que liga el Mar Negro con el Mar de Mármara, una vía inagotable de comunicación y de potenciales narrativas. En las olas, las corrientes y las conexiones que éstas producen anida también esta bienal. Como en la plataforma de Huyghe, la exposición se aloja entre lo contingente y lo institucional, lo vivido y las expectativas futuras, lo natural y lo cultural... Son términos antitéticos que suelen encontrarse en tensión. Y, sin embargo, en esta bienal no hay fricción que los tense, pues más bien mutan los unos en los otros, bañados todos por un mismo mar. Hay un ejercicio de reversión que podría asociarse al vaivén de estas olas. Sugiere la relativización y la revisión a la baja del proyecto humano, inconsistente y brutal, y de su dudosa racionalidad. Se escuchan los ecos de esa idea de animismo que invita a mirarnos a través de los ojos del otro, pero ese otro no es necesariamente humano. Tal vez en próximos giros de la Historia, la supremacía la tengan otrasespecies u otros agentes no tan dañinos. En el espacio de DEPO, Francis Alÿs presenta un vídeo filmado donde en su día existió la antigua ciudad de Ani, hoy cerca de la frontera con Armenia. Conocida como la "ciudad de las mil y una iglesias", fue arrasada por quien sabe qué bárbaros hace mil años y hoy es un páramo salpicado de ruinas. En el vídeo, unos niños emulan el sonido de los pájaros con los silbatos que pueden verse en una sencilla vitrina frente a la proyección. Parecen suplicar su regreso, como si su presencia pudiera activar un nuevo ciclo vital, una nueva oportunidad a la historia. Traídos y llevados por la corriente, revertimos invariablemente la acepción moderna de progreso. En la pieza de Ania Soliman que puede verse en el Museo Pera deshacemos el camino desde el mundo material hacia el escepticismo ante el concepto de valor. Su obra es un alegato en contra de la mercantilización de las aspiraciones humanas. En un edificio que se levantó en 1901 para acoger a la Asociación de Trabajadores Italianos, Fernando García da un paso más en su proyecto "Campo Adentro". En él se dirige a cuestiones como el trabajo en comunidad y la revitalización del contexto rural con el fin de encontrar nuevas vías de autoorganización y otros lugares para el arte alumbrados por una luz diferente. Idealmente concebido para contextos en tensión social y basado en la interacción entre agentes de variada procedencia que ponen sus ideas en común, el proyecto de García Dory funciona con acierto en Estambul. Las refracciones metafóricas que inspiran la sal y las corrientes no eclipsan una escrupulosa revisión de las turbulencias del presente y de las heridas del pasado. Se nos presentan frontal e indisimuladamente, pero lejos de ser denuncias arbitrarias y panfletarias se postulan sin temor a la enmienda. Como las medusas "inmortales", o como el ir y venir de las olas, la vida sucede al trauma y a ésta después el trauma y la vida de nuevo. Dos cuadros de Arshile Gorky cuelgan en la última planta del Museo de la Inocencia, creado por Orhan Pamuk con objetos asociados a sus experiencias vitales que recolectó mientras escribía su conocida ficción homónima. Gorky era armenio. Viajó a Estados Unidos huyendo del genocidio y su pintura constituyó la piedra de toque del Expresionismo Abstracto. Sus dos cuadros encarna con nitidez el modo en que la destrucción y el trauma nunca cierran la puerta a un nuevo génesis. En la Escuela Griega, en el piso inmediatamente superior al patio en el que está la citada pieza de Anna Boghiguian, el estadounidense Michael Rakowitz presenta una soberbia instalación sobre un niño turco al que sus padres pusieron a las órdenes de un maestro artesano armenio que fue autor de muchos motivos ornamentales de arquitecturas de Estambul. Rakowitz nos cuenta que el trabajo manual era habitualmente asociado a las minorías, y estas, la armenia y la griega, sobrevuelan su excelente instalación de moldes de escayola que, como un nuevo florecer del arte tras la debacle de la historia, ofrecen variaciones de los motivos decorativos de aquel maestro armenio.Dos son las metáforas que la sustentan: la sal, y las olas, que han arrastrado y arrastran un ingente potencial narrativo
Wael Shawky: Cabaret crusades (The Secrets of Karbala), 2015. Foto: Sahir Urun Egen
Se llama Rumelifeneri. En el pequeño faro de su puerto encontramos una imagen abstracta que quiere ser un signo. Es una obra de Lawrence Weiner que parece sugerir un primer indicio de escritura perteneciente a no sabemos qué cultura, tal vez occidental o quizá árabe, pues desconocemos en qué sentido avanza. Tal vez oscile entre una y otra, como el propio barco en el que surcamos el canal entre Europa y Asia. Otro barco atraca en Büyükada, en las Islas Príncipe. Aquí vivió Trotsky en el exilio, retirado de su pasado aguardando contingencias futuras. Cerca de las ruinas de su casa, que hay que atravesar, se encuentra la obra de Adrían Villar Rojas, una suerte de bestiario dispuesto sobre plintos en el agua a escasos metros de la orilla. Tiene un extraña y enigmática rotundidad su pieza, con animales de todas las épocas realizados en blanca fibra de vidrio siguiendo procesos digitales y otros aupados sobre sus lomos que están hechos con materiales orgánicos. Desde su tribuna nos ven acercarnos, y parecen deleitarse con nuestra estupefacción. Comprendo que es una de las imágenes de la Bienal, pero se me hace algo pesada la pieza. Se nos dice que atravesar la frondosa parcela de la casa en la que vivió Trotsky forma parte del proceso de la obra, pero ese trayecto ya es en sí mismo poderoso, y uno piensa si no hubiera sido más apropiado culminarlo con algo más sutil, más contenido, como la pieza de Weiner. La experiencia es Büyükada es intensa. En el Hotel Splendid, William Kentridge ha evocado el retiro de Trotsky en la isla en un fantástico trabajo en el que el hotel cobra vida, con habitaciones cerradas y paredes parlantes. La práctica habitual de Kentridge, basada en la infatigable alternancia de las acciones de dibujar y borrar, alude a esa secuencia de avances y regresiones a los que siempre se aboca la historia, como traída y llevada por el oleaje. En el Palacio Rizzo, el británico Ed Atkins retoma una historia real (la desaparición de un ciudadano de Florida al ser su habitación engullida por la tierra) que trata desde el dominio de las tecnologías digitales. El vídeo se aloja entre la melancolía y el absurdo, y produce perplejidad en su fondo (la historia inverosímil que narra) y en su forma, tal es su impecable ejecución. La trama incorpora inscripciones textuales y el Don't Go Breaking my Heart de Elton John y Kiki Dee, que tararearíamos todos inconscientemente durante el resto de nuestra estancia en Estambul. @Javier_HontoriaEl contenido político de la bienal es explícito. Se nos presenta frontal e indisimuladamente, pero no es panfletario