Francesc Torres, el eterno retorno
Vista parcial de la instalación " Soliloquio de la felicidad" en la Fundación Telefónica
Francesc Torres (Barcelona, 1948) empieza su carrera estudiando grafismo en la Escuela de Massana de Barcelona. En 1967 decide irse a París, donde residirá hasta 1969. Durante su estancia en la capital gala trabaja como asistente de reconocidos artistas como Piotr Kowalski con quien, según palabras del artista, "aprende a pintar". Tras este período se traslada a Estados Unidos (1972) para residir primero en Chicago -allí participará, entre otras exposiciones, en una colectiva en el Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad y celebrará su primera individual- y, más adelante (1974), en Nueva York, donde ha fijado su residencia.
La exposición consiste en dos instalaciones. La primera, en el piso inferior, se titula Perder la cabeza. Composición de lugar: el artista nos ofrece la figura zurbaranesca del santo en fibra de vidrio y pintada a mano, con aire de ninot: está arrodillado, orando con las manos juntas y sin cabeza (el cuello tronchado está representado con ilusionismo escalofriante). Torres, más aún que un histórico del arte conceptual español, es un heredero de la elocuencia visual del Barroco, de su lenguaje emblemático. Este santo de ahora enlaza con una instalación anterior de Torres, La furia de los santos, inspirada en Sánchez Cotán, que suspendía a los santos (entre ellos Lev Trotsky) en levitación. Pero si allí se trataba del poder de la fe, de la pasión (religiosa, política, amorosa) como motor de la historia, ahora la intención es, al menos en esta primera de las dos instalaciones, radicalmente introspectiva.
Junto a este San Dionisio arrodillado hay una banda rodante para los equipajes, de ésas de los aeropuertos, una cinta que gira, y sobre ella, la cabeza del santo que entra y sale, aparece y desaparece, como las maletas que se quedan abandonadas (perder la cabeza es un incidente como perder el equipaje). El artista barroco se sirve de lo truculento como cebo para engancharnos al anzuelo, que es la alegoría. Perder la cabeza alude a esos momentos de locura transitoria en que hacemos algo que luego puede ser irremediable. Por los altavoces podemos oír (sólo desde ciertos puntos) unas letanías del remordimiento: pude hacer esto y aquello, pero perdí la cabeza, etcétera... Kierkegaard dice en alguna parte que hay dos imágenes opuestas de la eternidad. La primera es una odalisca recostada en un diván. La otra imagen de la eternidad es un contable que se ha equivocado en un decimal de una gran suma y cree haber provocado la bancarrota de su empresa, y se vuelve loco y repasa una y otra vez las mismas operaciones aritméticas. La repetición, el eterno retorno como condena.
La segunda instalación, en la planta de arriba, se titula Soliloquio de la felicidad: es una sala blanca y desnuda, de cuyo techo cuelgan ocho lámparas, ocho arañas encendidas y poco más. El resplandor acentúa el vacío inquietante. Confieso que me ha sorprendido una concepción tan escueta en alguien como Torres, habitualmente más profuso. ¿Quiere decir esto que Torres ha llegado al final de algo? Por los altavoces suenan grabaciones de las sesiones del Congreso de los diputados (se había previsto hacerlo con una conexión en tiempo real, pero la convocatoria de las elecciones ha frustrado el proyecto). Las variaciones en el audio hacen fluctuar la iluminación de las arañas, para que sintamos la pulsación o la atonía del debate político. A la entrada de la sala, sobre un estante, un vaso de agua, como pequeño monumento a la oratoria parlamentaria. En el catálogo de la exposición, el artista completa la idea que integra las dos instalaciones, la noción de circuito cerrado, con algunos textos y fotografías, como las de ese maravilloso autódromo abandonado en Sitges. Suena como un responso por la modernidad: la cinta de las maletas, el circuito de las carreras, el acelerador de partículas como grados de una velocidad muy bella que no conduce a ninguna parte.