Exposiciones

El objeto invisible

Alberto Giacometti

12 marzo, 2000 01:00

Retrato de la madre del artista, 1947. üleo sobre tela, 67,5 * 43

Fundación Caixa Cataluña. La Pedrera. Provenza, 261-265. Barcelona. Hasta el 28 de mayo

El escultor y pintor suizo Alberto Giacometti (1901-1966) llegó a París en 1922, donde trabajó en el taller de Bourdelle, después de formarse en Ginebra y en Italia. Las primeras obras que él mismo reconoce como personales se sitúan entre 1925 y 1928, con sus ídolos inspirados en la escultura negra y piezas próximas al cubismo. Posteriormente se vincula al grupo surrealista y es citado como uno de los ejemplos más significativos de las realizaciones de esta tendencia en el ámbito tridimensional hasta mediados de los años treinta. Acabará por rechazar explícitamente el surrealismo y en los cuarenta empezará a trabajar aquel universo tan personal y propio del escultor: figuras extremadamente alargadas y delgadas que a contado con importantes apologetas.

En la trayectoria de Alberto Giacometti existe una preocupación constante: dar forma a lo invisible; Giacometti es un creador metafísico en el sentido de que busca una suerte de espiritualidad, más allá de lo visible, más allá de la estricta materialidad de las cosas. Su obra personal se inicia hacia 1925 con una serie de ídolos y, por extensión, con obras próximas al cubismo. El ídolo, como el fetiche, es el objeto mágico, receptáculo y emisor de fuerzas universales y místicas; más aún, de naturaleza sobrenatural, es un instrumento de relación con el misterio de la vida como lo son las pinturas románicas o los mosaicos bizantinos. Es también el utensilio del brujo, representa la relación primigenia con la naturaleza, es el testimonio de lo oscuro y lo salvaje. En fin, el ídolo expresa una idea que será una constante en su obra: el arte como magia, como algo sagrado. Idea que se manifiesta de una manera didáctica en su obra temprana, pero que está implícito de una manera más o menos soterrada en toda su obra. Precisamente este carácter mágico y sagrado, ajeno al mundo de las apariencias, nos ayuda a comprender la verdadera dimensión de Giacometti.

Esta preocupación por lo invisible, por esta otra realidad, le llevó, por una parte, a una desmaterialización de la escultura; en sus propias palabras, a una "construcción transparente (...) una especie de esqueleto en el espacio" y, por otra, a la realización de objetos inquietantes, una suerte de puesta en escena que revelaba la vida interior de los objetos. Es el momento en que también, en una lógica de continuidad en la exploración de lo subterráneo, Giacometti se adhiere al surrealismo. Lamentablemente, en la exposición faltan obras importantes de su primera etapa, y especialmente de su período surrealista, cuando articula los fundamentos y claves de su obra. Así, en la exposición, una antológica que se presenta como una gran panorámica sobre el artista, echamos en falta piezas imprescindibles, como La jaula (1930-31), El palacio a las cuatro de la mañana (1932) y, muy especialmente, la famosa Bola suspendida (1930). ésta consiste en dos sólidos: una bola, con una hendidura, suspendida en el aire, y una forma semicircular con dos planos cortándose en una larga arista. Esa bola, con un movimiento pendular, frota la arista. El contacto de los dos cuerpos penetrándose desencadena una rara sensación en el espectador. ¿Giacometti desvela la vida secreta de los objetos, o acaso tendríamos de decir el deseo?
En la exposición hay, sin embargo, una pieza muy importante, igualmente clave para comprender su mensaje: El objeto invisible (Manos sujetando el vacío, 1934-35). André Breton la describió emotivamente en su libro L"Amour fou y fue él mismo quien le dio título. En ella, una especie de tótem, las manos suspendidas parecen agarrar algo y sin embargo están vacías. La aportación del artista se sitúa en este objeto invisible y ausente: descubre una dimensión simbólica, metafórica y misteriosa de la forma tridimensional. La escultura de Giacometti es este objeto ausente: un espacio para la imaginación. Breton, en el mencionado libro, intuye en este vacío un contenido melancólico: "la emanación del deseo de amar y ser amado en búsqueda de su verdadero objeto humano y en su dolorosa ignorancia".

Posteriormente, rompió con el surrealismo y acabó realizando aquellas figuras extraordinariamente delgadas y de proporciones inusitadas, su faceta más divulgada. Sin embargo, se trata del mismo concepto, la escultura como mirada interior. Giacometti depura la anécdota, la apariencia, para encontrar una idea esencial del hombre. En términos generales, estas esculturas se han interpretado como la expresión de un estado de soledad y de angustia. Pero hay que destacar que son metáforas o, mejor, que operan del mismo modo que El objeto invisible.

De ahí que Jean Genet diga sobre él: "El objeto invisible es el misterio de la obra de arte, que se opone radicalmente a la visibilidad del mundo aparente, a su trivialidad, a su evidencia. La verdad de la estatua (...) aparece cuando se toca con los ojos cerrados". Compartimos el criterio de Genet: Giacometti es un escultor para ciegos, esto es, un creador de la visión interior.

El montaje de la exposición es impecable. En este caso, se ha intervenido en el suelo de la sala, y con el color se ha creado un entorno para la extraordinaria fragilidad de sus piezas filiformes; su disposición en una especie de islas o jardines de esculturas posee una calidad lírica y/o totémica. Decíamos fragilidad a propósito de las obras filiformes porque, sin masa ni volumen, se han calificado a menudo de dibujos en el aire. Y más: se ha dicho que en su última etapa repitió mil veces la misma escultura. ¡Falso! El último Giacometti es también un escultor de una gran riqueza formal, una riqueza que hay que buscar en el matiz, esto es, la riqueza de texturas, la diversidad de pátinas, la variedad de escalas.