Image: Adolfo Schossler

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Exposiciones

Adolfo Schossler

Lirismo del natural

26 abril, 2000 02:00

"Sin título", 2000. Algas, latón y canto rodado. 47 * 42 * 32

Galería Elvira González. General Castaños, 9. Madrid. Hasta principios de junio

Incluso para los tiempos que corren, la obra de Adolfo Schlosser resulta bastante insólita. Y eso en un terreno, como es el de la escultura, en que estamos acostumbrados a soportar o disfrutar las más extravagantes creaciones, un terreno que ha sufrido transformaciones tan profundas que incluso es difícil definir qué es escultura y por qué Schlosser, austriaco de nacimiento pero instalado en España desde finales de los años sesenta, ha llevado a cabo durante estos treinta años un conjunto de obras notablemente diferentes entre sí, casi siempre admirables y también casi siempre indescriptibles. En su heterogeneidad, lo único que ha permanecido constante es el uso de materiales naturales, los más humildes y olvidados. Materiales que Schlosser ha trabajado también siempre con una extraordinaria delicadeza -y quizá se me entienda mejor si digo paciencia, ingenio, audacia- para resaltar en ellos propiedades que no sabíamos que poseyeran. El adobe, la zarza, la piel, el hollín, la corteza, la grasa, el canto rodado, tras pasar por sus manos, rinden lo mejor de ellos mismos en colorido, flexibilidad y armonía. Probablemente, la varita mágica con que el escultor es capaz de realizar estas transformaciones se llama "atención". Siendo así, no es extraño que pocos sean capaces de manejarla. Si Schlosser es capaz de hacer pasar el adobe por oro, convertir la piel de cerdo en un velamen airoso, trocar la zarza, incómoda e inútil, en el material idóneo para trazar espirales majestuosas es porque se aproxima a esos materiales con una actitud diferente a la de la mayoría de nosotros. Y, a falta de mejor nombre, se me ocurre que esa actitud se puede llamar respeto o reverencia. En todo caso, lo opuesto a la generalizada actitud práctica o de superioridad utilitarista. Y precisamente, la atención es condición necesaria del respeto, como lo es del silencio. Así, la obra de Schlosser es característicamente silenciosa, tenue, nada grandilocuente, antimonumental y al mismo tiempo lejos de la intrascendencia, frágil y también perdurable en su aptitud para reciclarse infinitamente. Escultura moderna o posmoderna, pero sin duda posvanguardista, en el sentido de que parece ajena a la sucesión de "ismos" que, como una carrera de relevos, ha recorrido el arte del siglo XX. Señala atinadamente Francisco Calvo Serraller, en el catálogo de la exposición, la ausencia de "progreso" en su trayectoria, salvo que pensemos en un progreso hacia atrás, un avanzar hacia el origen. Ciertamente, contemplada panorámicamente, su carrera carece de evolución, aunque no, desde luego, de cambios. Cambios y variantes imprevisibles, que surgen con la rotundidad de un fruto largamente madurado.

Podemos relacionar la obra de Schlosser con el arte povera, dentro de un panorama internacional, y con artistas como Villèlia, o el Ferrant de los objetos encontrados en el contexto español. A diferencia de ambos, en Schlosser suele darse, junto con la dimensión material, siempre de una rotundidad innegable, una dimensión conceptual igualmente potente y en alguna obra de esta exposición más visible que en la mayoría de su producción -por ejemplo, en la escultura que integra fotografías-. Dos aspectos resultan también novedosos en esta ocasión: la presencia de dibujos y fotografías. No es la primera vez que el artista presenta unos y otras, pero acaso éstas sean algunas de sus obras más logradas en estos dos ámbitos. La serie de dibujos, realizados a partir de manchas de tinta sobre papel, forman un maravilloso bestiario de lo aleatorio, una especie de metáfora del propio azar de la evolución natural. La fotografía, por su parte, aparece perfectamente fundida, integrada, con la obra escultórica. En las esculturas propiamente dichas se repiten ciertos elementos: la rama de enebro, el canto rodado, la corteza, la varilla y el cable de acero. Con ellos Schlosser configura obras en las que el equilibrio juega un papel protagonista, pues las distintas piezas no están fijadas entre sí más que por las contrapuestas tensiones a las que el artista las somete. La apariencia es de estructuras orgánicas articuladas, columnas vertebrales de animales desaparecidos, tensas y nudosas. Otras piezas son más delicadas, más líricas, aunque tampoco exentas de un cierto aroma trágico. Quizá resida ahí la mayor novedad de esta magnífica exposición, en que la gravedad supera a la gracia. También hay una mayor presencia de elementos no naturales, metálicos en este caso, que a mi juicio otorga a las obras un peso y una rigidez que en nada les favorece. Así y todo, la obra de Schlosser, su meditación sobre la representación contemporánea de la naturaleza, es de una singularidad innegable: creo que se trata de uno de los escultores más interesantes de nuestro país. Quienes ya la conozcan encontrarán aquí nuevos motivos para apreciarla. Y quienes no, me agradecerán siempre que les haya recomendado su visita.