Guerrero-de Kooning
José Guerrrero: Azul añil, 1989. Óleo sobre lienzo, 185 x 145
En el nuevo espacio del Centro José Guerrero de Granada, entre el 8 de marzo y el 25 de mayo, la exposición Guerrero-De Kooning: la sabiduría del color, comisariada por María de Corral, enfrenta por primera vez a estos dos grandes maestros, a través de más de una veintena de cuadros de gran formato que representan lo mejor de su creación tardía. De Kooning y Guerrero, el holandés y el español, vivieron la época gloriosa de la Escuela de Nueva York. Pero uno y otro supieron ir más allá del Expresionismo abstracto y renovar su inspiración hasta conquistar, en sus últimos años, una juventud y una vitalidad deslumbrantes.
Esta espléndida exposición, concebida por María Corral, trata de establecer o de reanudar aquel diálogo interrumpido, a través de la inmensa distancia. La muestra se centra en los años ochenta, la última década de la carrera de los dos pintores, que en ambos casos reviste un significado especial, y no exento de polémica. De las cuatro salas del recorrido, en dos de ellas se presentan separados los dos pintores y en las otras dos, se entreveran las obras de uno y otro. Las pinturas de De Kooning pertenecen a su hija y heredera, Lisa, mientras que las de Guerrero proceden de distintas colecciones (sólo dos de ellas de los fondos, por lo demás excelentes, del propio Centro José Guerrero).
De Kooning inició el último giro de su carrera hacia 1982. Su pintura, que en los años setenta había sido más densa y turbulenta que nunca, se volvió de pronto leve y transparente. Las pinceladas cargadas y superpuestas, húmedo sobre húmedo, dejaron paso a un juego de largas cintas de colores brillantes contra el fondo claro o desnudo de la propia tela. Eran barrocos ejercicios de contrapunto comparables a ciertas fugas de Bach. En sus caligrafías y arabescos, un antiguo oficio de dibujante se fundía íntimamente con el dominio del color. Pero el cambio de rumbo fue recibido por muchos con desconcierto, incluso con abierto disgusto. Un viejo amigo del artista, Hermann Cherry, se asombraba de que el pintor dejara que salieran de su estudio aquellas "silly paintings". De Kooning, que siempre había sido un pintor de ejecución larga y obsesiva, producía ahora a un ritmo acelerado, vertiginoso, y algunos llegaron a poner en duda que el viejo maestro, alcoholizado y desmemoriado, hubiera podido pintar aquellos cuadros.
Guerrero fue uno de los pocos que comprendieron entonces la revelación escondida en la última deriva de De Kooning. María Corral ha relatado con qué entusiasmo la arrastró literalmente en 1982 a la exposición en la galería neoyorquina de Xavier Fourcade. Por su parte, el propio Guerrero iniciaba su década final en magnífica forma, ganando también un color más transparente y una factura más ligera, despojándose de tantas cosas para recobrar una inesperada frescura. En su pintura, el color se extendía sin parar, se dilataba hasta el borde de la tela, como una marea ascendente. El pintor tenía que enmarcarlo, contenerlo, ponerle diques, con líneas y acentos oscuros. En los márgenes del lienzo, el color golpeaba rítmicamente, como las olas contra una escollera.
Entre De Kooning y Guerrero, en la última vuelta del camino, hay innumerables diferencias. En la obra tardía de De Kooning se insinúa una vez más la figura humana, las líneas sinuosas evocan el desnudo; Guerrero se inclina hacia el paisaje, hacia la amplitud de un horizonte marino. La pintura de De Kooning sugiere una danza agitada, mientras la de Guerrero respira una íntima serenidad. En De Kooning, el gesto transporta el color; en Guerrero, el color absorbe el gesto. Pero hay también coincidencias fundamentales. Sobre todo, el legado común de Matisse. El pintor francés, que siempre había influido en Guerrero, le fue interesando más con el paso de los años. En cuanto a De Kooning, su ayudante Tom Ferrara decía que en sus últimos tiempos quería ser "más como Matisse", "más puro". Como Matisse, los dos pintores ancianos redescubrían la primacía absoluta del color. Y ambos aspiraban a la esencialidad de Matisse. Al envejecer, algunos maestros se vuelven cada vez más complejos, enmarañados, casi indescifrables. Otros, como De Kooning y Guerrero, se van desprendiendo de todo para conquistar una aparente facilidad, donde se acumula toda la experiencia adquirida: una simplicidad elemental, en vísperas de esa simplificación definitiva que es la muerte.