Presencias reales
El retrato español. Del Greco a Picasso
21 octubre, 2004 02:00Goya: Autorretrato, 1815. Museo del Prado
"La pintura tiene en sí una fuerza tan divina que no sólo, como se dice de la amistad, hace presentes a los ausentes, sino que incluso presenta como vivos a los que murieron hace siglos..." Las palabras de Leon Battista Alberti en su tratado De pictura nos recuerdan el lugar único que el retrato ocupa en la concepción clásica de la pintura. Si hay un género que encarne los poderes mágicos atribuidos al arte pictórico es el retrato. En el retrato coinciden las ambiciones más constantes de la pintura: el trampantojo y la verdad, la seducción y el prestigio social, el poder y la gloria... "El retrato español" no es una etiqueta casual, porque desde hace mucho tiempo se ha identificado nuestra tradición pictórica con una larga serie de retratos. Dos supuestos rasgos del arte español, el individualismo y el terco compromiso con la realidad, justificarían ese lugar excepcional del retrato entre nosotros. Lo que Javier Portús, comisario de esta espléndida exposición patrocinada por el BBVA y la Comunidad de Madrid, ha desplegado a lo largo de la galería central del Museo del Prado es nada menos que la espina dorsal de nuestra tradición. El inmenso mérito de esta exposición (y del magnífico catálogo que la acompaña, donde colaboran los mejores especialistas) es atreverse a abordar esta tradición en su integridad, desde finales del siglo XV hasta principios del XX. Son cinco siglos y una nómina abrumadora de maestros: el Greco, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo, Goya, Picasso, en una secuencia donde Velázquez ocupa siempre la posición central: el Greco y Velázquez, Ribera y Velázquez, Velázquez y Goya, Velázquez y Picasso.La exposición implica también una reflexión sobre los límites del género, pues se incluyen obras que no son propiamente retratos pero cuya precisión descriptiva las hace semejantes a retratos. El Ezequiel de Pedro Berruguete tiene un rostro tan vívido, tan real, como cualquiera de nuestros vecinos. El exordio de la exposición se propone mostrar cómo el retrato nace de la imagen devocional, por un lado, y de la escena cortesana, por otro. Aquí está la supuesta Doña Juana de Juan de Flandes, el pintor flamenco de Isabel la Católica, uno de los primeros ejemplos de retrato individual autónomo en España.
El primer escenario de la tradición retratística fue la Corte, pero a partir ahí, la evolución del género consistió en una paulatina incorporación de nuevos estratos sociales: la mediana y pequeña nobleza y las clases burguesas. Con El Greco aparece en nuestro país el retrato civil, no vinculado a la Corte; el pintor cretense crea una galería de personajes, caballeros o clérigo, a menudo de su círculo íntimo, como el extraordinario Fray Hortensio Félix Paravicino (Boston, Museum of Fine Arts) joven y brillante predicador que dedicaría un magnífico soneto al cuadro. Velázquez hereda la franqueza del Greco, aunque no usa siempre esa franqueza con la misma generosidad si comparamos el retrato de busto del rey Felipe IV en su edad madura y el llamado Barbero del papa, que datan de la misma época pero ostentan una factura muy distinta. Después de tantos caballeros y tantos clérigos vestidos de negro, la exposición hace un alto con una explosión de color, con un espléndido juego de espejos entre la Mariana de Austria de Velázquez, las dos versiones goyescas de la Duquesa de Alba (reunidas ahora por primera vez) y la Mujer en azul del joven Picasso.
De la mano de la ampliación social, el retrato sucumbió al interés, la obsesión incluso, por la descripción naturalista, que llega a deslumbrarnos en unos cuadros que no sabemos si llamar retratos, como esas inquietantes Figuras en un escalón, de Murillo, probablemente una infame escena de pedofilia, o como el Esopo de Velázquez. Los mendigos, los truhanes, los monstruos, los idiotas adoptan papeles solemnes, de apóstoles, de filósofos antiguos, de dioses griegos o romanos. No son necesariamente retratos de personas que hayan existido, pero se nos aparecen como si lo fueran, con el efecto de realidad de los retratos. Ribera, Velázquez, Murillo poseen la capacidad de individualizar a sus figuras, y el acento en los rasgos personales suscita una empatía, una sintonía entre el espectador con el personaje. La sintonía es tanto más intensa cuanto menor la dignidad del modelo, y alcanza su extremo en los mendigos de Ribera o en los bufones y enanos de Velázquez. Retratos sin comitente, donde el pintor se puede permitir toda la libertad del mundo para escrutar a su criatura e indagar de paso todo el espectro de la condición humana.
Velázquez, por supuesto, volcará en sus retratos otras ambiciones también, grandes ambiciones de pintor de historia. Las meninas, por ejemplo, (incorporada al recorrido de esta exposición) es un gran retrato de grupo, un colosal y complejo retrato historiado, que habla de los reyes y su familia, de sus salidas sucesorias y de la misma idea de monarquía. El modelo será imitado por Goya en sus grandes retratos de grupo cortesanos, en La familia de Carlos IV y sobre todo en La familia del infante don Luis. Aquí, siguiendo a Velázquez, Goya construye una escena informal, pero plagada de referencias a la jerarquía cortesana; la noble pareja viste de estar en casa y se ocupa de cosas corrientes (a ella la peinan mientras él juega a las cartas) pero a su alrededor se despliega, solícito, el servicio. La corte no es más que eso: un lugar donde la intimidad de los grandes se convierte en espectáculo público, y el artista está allí presente para levantar acta. En todos sus retratos regios de Carlos II y Carlos IV, Goya se apartará de Mengs y sus precursores inmediatos para volverse hacia Velázquez.
Pero Goya representa muchas más cosas. Su Autorretrato con el doctor Arrieta (Minneapolis Museum of Art), donde el pintor doliente es socorrido por su médico, desacraliza abiertamente el retrato: es un exvoto despojado de las referencias a la religión y que en vez de a Cristo o a la Virgen, invoca al sabio amigo. En los retratos de Goya se pone en juego el nuevo papel del sentimiento, de los afectos, antes eclipsados por el decoro y la jerarquía social. El ethos se ve desplazado por el pathos, por las emociones fugitivas. El excelentísimo ministro de Gracia y Justicia Jovellanos comparece ante nosotros como un intelectual melancólico, hamletiano.
El ejemplo de Goya contribuyó a formar en los artistas del siglo XIX la conciencia de una tradición propia, que en adelante sería inevitable punto de referencia. El retrato español del siglo XIX y principios del XX estará dominado por el empeño de recobrar esa tradición, de reanudarla si fuera posible. Desde Federico de Madrazo hasta Rosales, de Sorolla a Zuloaga, la pintura española avanza sin cesar hacia el pasado redescubierto. Porque la tradición española, identificada con el realismo o naturalismo, ha sido canonizada en Francia como la tendencia más moderna en arte. El primer nombre que domina esa tradición es el de Velázquez, cuya presencia se deja sentir en Federico de Madrazo, aunque sea a través del velo de Ingres, y más aun en Eduardo Rosales en La condesa de Santovenia con su combinación velazqueña de rosa y plata. Negros y grises de Velázquez reaparecen en Sorolla y en Casas. En París, entre tanto, el propio Casas y Rusiñol y Zuloaga se entusiasman con el Greco. El Greco y Velázquez, Velázquez y el Greco. Aquí llega Zuloaga con su enana doña Mercedes, homenaje a los enanos de Velázquez, evocados también en las gitanas de Nonell, y en la Nana de Picasso.
La última sala del recorrido reúne, en un brillante apéndice, un puñado de retratos de Miró, de Juan Gris, de Picasso, sobre todo de Picasso. Sabíamos lo que la Gertrude Stein, esa fabulosa Gioconda del siglo XX que remata gloriosamente esta exposición, debía a Ingres y a Cézanne y al arte ibérico, pero no habíamos reparado en lo que había en ella de las viejas máscaras de la tradición del retrato castellano. Y es en Picasso, sí, donde terminan por reconciliarse los caballeros del Greco con los bufones y enanos de Velázquez.