Neo Rauch, escenas desplazadas
Waldbahn, 2002. Col. particular, Berlín
Seis semanas después de su nacimiento, Neo Rauch (Leipzig, 1960) perdió a sus padres en un accidente de tren. Los padres de Neo eran estudiantes de arte. Criado por sus abuelos maternos, Rauch vivió desde su infancia rodeado de las pinturas primerizas de sus jóvenes progenitores. Aquellos cuadros, colgados por toda la casa, testificaban el grave estado de ambigöedad por el que atravesaban la estética y la práctica del arte en la Alemania del Este a finales de los cincuenta. En las noticias biográficas de Rauch, que, desde que en 2002 fue galardonado con el prestigioso Premio Internacional Van Gogh de Arte Contemporáneo, se ha convertido en uno de los pintores carismáticos de la pintura europea última, se suele subrayar cómo aquellos cuadros alimentaron su vocación y lo animaron a ingresar en la Academia de Leipzig, sintiéndose "hijo de tales padres heredero".Con todo, conviene precisar el sentido desconcertante de la crisis que alentaba en aquellas pinturas, el cual no era otro que el característico del cambio del arte de los países comunistas desde el realismo escolástico staliniano, hacia un realismo humanista pretendidamente nuevo. En efecto, a la muerte de Stalin en 1953 se inició un proceso para dotar de rostro humano a un socialismo recargado -desde los años treinta- por el personalismo, el formalismo y la burocratización. Así, en el informe secreto que Jruschov leyó en el XX Congreso del PCUS (1956), se declaraba un sentimiento de urgencia para rectificar en los dominios de la política y de la cultura. En el caso del arte, se trataba de romper con el dogmatismo y acriticismo del realismo socialista y de dotar de dimensión humanista a un nuevo realismo sin fronteras -en denominación de Roger Garaudy-, poniendo en claro, desde el marxismo, la relación estética del hombre con la realidad. Pero ocurrió que aquel cambio supuso, más que una puesta al día, una vuelta atrás, conectando con la tradición hegeliana de considerar el arte como un "conocimiento por imágenes", como mera "ilustración sensible" de una realidad ya dada, inamovible. Las interpretaciones a que dio lugar una estrategia así tintó de ambigöedad la práctica del arte de los países soviéticos entre 1960 y 1990. Y ese estado tan ambiguo, deslizante entre testimonio social e idealismo estético, representando planos y escenas diferentes que se trasladan, se mezclan y se solapan en un mismo cuadro, está en la base de la pintura -de tono tan intuitivo- de Rauch.
Pero ocurrió que en los años noventa Neo Rauch hubo de experimentar sobre su visión ideológica otra experiencia histórica desconcertante: la de describir y simbolizar en su pintura escenas más actuales, más cambiantes y más renovadamente ambiguas, relativas a la vida diaria del tránsito de la Alemania del Este a la Alemania reunificada. Ello explica la inclusión en los cuadros más recientes de figuras y referencias de la historia alemana (personajes del XVIII), las alternancias y conversión -en carácter, pero también en escala- de los héroes sociales en actores comunes de la vida vulgar, las insistentes rupturas en la narrativa, las citas al romanticismo patrio (el paisaje de Friedrich), el gusto por el cartel y los recursos gráficos, el empleo del kitsch dentro de una línea de antimodernidad compleja -lúcidamente estudiada en el catálogo de la exposición por Robert Hobbs-, y el recurso al sentido lineal, al esquematismo, a los colores sombríos y a diversos elementos característicos (como los bocadillos para texto) del cómic. Se trata, a la vez, de una pintura extraordinariamente bien "pintada" que, como dice Juan Manuel Bonet, comisario de esta muestra, "construye sin programa ni plan previo, uno de los universos simbólicos más personales y enigmáticos de la nueva pintura europea".
El CAC de Málaga se apunta un tanto al producir esta exposición primera en España (aunque hubo obra suya en la Bienal de Sevilla del año pasado) de este artista particularmente solitario y huidizo, tan reconocido y solicitado, sobre todo desde su brillante participación en la Bienal de Venecia de 2001, donde entusiasmó la mezcla singular de intuición y sueño de su magicismo -entre metafísico y balthusiano-, con escenas pobladas de seres híbridos, formas neumáticas y elementos deslizantes -de raíz surreal-, todo ello entretejido con hilos de realismo social, así como del manierismo de la escuela de Leipzig. Una obra entre narrativa y simbólica, tan enigmática como abierta a cada espectador en lecturas múltiples, bien lejos de la charada y del acertijo visual, supuesto que Rauch nunca trata de resolver enigmas, sino de subrayarlos, atendiendo a la dimensión inconmensurable, a las fracturas y a la perspectiva cambiante de la realidad en curso.