Federico Herrero, manchas sobre el muro
Mono hinchapelotas, 2005
La pintura se ha colado por algún resquicio de los bastidores y ahora invade las paredes de la galería. Son discretas intervenciones, escurriéndose por los ángulos de los vanos entre las salas, deslizándose por el techo y, aquí y allá, con pequeños círculos blancos rellenos de un punto negro, como ojos que reclaman otra vez la atención de nuestra mirada, salpicando el suelo. Las manchas y monigotes indefinibles parecen no terminar de decidirse entre los lienzos tensados, el detalle arquitectónico y la pared blanca, mientras lo menudo de su escala no debilita su función de potente detonante en la alteración de la experiencia contemplativa. Cuando nos vamos guardamos la impresión de haber estado recorriendo un paisaje exótico, con ventanas a otras selvas, detalles de escenas y evocaciones de sus personajes: pinturas dentro la pintura. Entropía pictórica.Desde que Federico Herrero (San José, 1978) fue premiado en la Bienal de Venecia de 2001, ha sido demandado por bienales y museos para realizar intervenciones in situ. El costarricense acarrea en su bagaje un período de aprendizaje en el Pratt Institute de Nueva York, algunos estudios en arquitectura y su experiencia docente con niños, por el momento decisiva para comprender su facilidad a la hora de comprometer a jóvenes en la realización de sus proyectos. En el pasado noviembre, un grupo diligente participó en la construcción de su Mapamundi, en la EXPO de Aichi, donde el artista esperaba que los niños jugaran en las orillas de sus estanques de poca profundidad y, mientras, se concienciaran del aumento del nivel del mar debido al efecto invernadero. Además, tanto las intervenciones como las telas de Herrero destilan cierto aire de jardín de infancia, con sus colores brillantes, formas descuidadas y grafía espontánea. Una pintura optimista que ha desembocado en el sofisticado contexto del mundo del arte como un respiro esperanzador y una posibilidad a la resistencia del ingenuismo y de la joie de vivre. El hecho de que este artista sea muy consciente del papel que le ha asignado la crítica, como heredero posmoderno del muralismo latinoamericano y, por otra parte, de la confluencia que en su trabajo lleva a cabo entre ascendentes naïves y surreales junto al cuestionamiento de los soportes y funciones de la pintura desde los sesenta, aún hace más atractiva su obra para el mercado. Por lo que, quizá, sólo su proyección ulterior arrojará claves para decidir su posicionamiento, irónico o sinceramente integrador, al plantear una exposición como la actual.
En su segunda individual en esta galería, con una docena de cuadros, Herrero alterna los paisajes en gran formato con pequeños retratos: Caras simiescas. Los paisajes, algunos con títulos tan cómicos como Mono hinchapelotas, despliegan toda suerte de recursos: pinceladas gruesas, dibujos a línea de bolígrafo o rotulador y trazos grafiteros a spray, a modo de agregaciones de un universo poblado de evocaciones vegetales y zoomorfas sobre fondos planos o abultados de colores ácidos y muy luminosos: rosas, azules, verde agua. Sólo en uno de esos Paisajes -y es un cuadro excepcional- encontramos la nueva vía del proceder de Herrero, ensayado con éxito en la serie de Caras suspendidas en el lienzo desnudo. Se trata sin duda de un intento de síntesis y convergencia dentro del cuadro de su actividad como "muralista". Los destellos fragmentarios sobre la tela sin preparación alguna vienen a ser su apropiación de la pregnante obsesión de las "manchas sobre el muro".