Exposiciones

De todas las rusias

¡Rusia!

6 abril, 2006 02:00

V. Popkov: Obreros de la central hidroeléctrica de bratsk, 1960-1961

Guggenheim Bilbao. Abandoibarra, 2. Bilbao. Hasta el 3 de septiembre

Llega precedida por el eco de su éxito neoyorquino, con más de 400.000 visitantes, y el anuncio de ser la mayor exposición de arte ruso que ha salido jamás de su país (corregida y aumentada para su exhibición en Bilbao), que han patrocinado conjuntamente BBVA e Iberdrola.

¡Rusia! propone, con un carácter próximo al espectáculo, un recorrido por las distintas etapas de la creación, fundamentalmente pictórica, en el mayor país de Europa. Al tiempo que entender algunas particularidades de su tradición artística, como la permanencia de los cánones bizantinos hasta el siglo XVII y el consiguiente retraso en la incorporación a las corrientes artísticas del lado occidental del continente. La política de apertura de Pedro el Grande, en el XVIII, supone un rápido proceso de asimilación de esas corrientes. Géneros como el retrato, que aparecen en la Italia renacentista, no tienen su versión rusa hasta finales del XVII.

El resultado, como muestra la exposición, es una síntesis del canon occidental y las tradiciones culturales de un país siempre demasiado grande. La falta de artistas obligó a buscarlos en los países de Europa Central y Occidental, al tiempo que los locales eran enviados a las capitales europeas para formarse. Lo que ocurrió fue que estos creadores no trajeron sólo las técnicas, sino también las ideas, entre ellas el racionalismo ilustrado y la consciencia de las enormes desigualdades en la sociedad rusa. La ruptura en el XIX con el academicismo tiene en Rusia una vertiente marcadamente social, como muestra uno de los cuadros más interesantes de la exposición, Los sirgadores del Volga de Ilia Repin.

Esa dimensión social del arte es lo que se busca al visitar la exposición, y no se siente defraudado en este sentido. La sección dedicada al XIX da cuenta de la ruptura con la visión oficial del arte y la representación de las diferencias sociales y la represión política que llevarían a la revolución de Octubre. Las otras dos son las vanguardias históricas y el realismo socialista. Y es aquí donde la muestra flaquea. Ciertamente, el arte de las vanguardias es el aspecto que mejor conocemos del arte ruso, por lo que insistir en él hubiera sido reiterativo y un tanto gratuito, teniendo en cuenta que toda exposición tiene que tener unos límites (aunque esta casi lo obvia). A pesar de que la Fundación Guggenheim tiene una extensa colección de arte de este período se ha optado por mostrar las piezas de los museos rusos. No falta el Cuadrado negro de Malévich (versión de 1930) ni el Tríptico de Rodchenko, pero los nuevos medios, como la fotografía o el cartelismo han quedado totalmente apartados de la exposición (durante el período de exhibición se proyectará una selección de películas) y con ello la explicación del paso atrás que supone el realismo socialista de los tiempos de Stalin, visto a la luz del "llevar la revolución al campo del arte" pretendido por los artistas del LEF. Un cambio impuesto por la necesidad de un arte con mayor efectividad propagandística.

El ciego optimismo que exhiben los cuadros de esa época, con el escalofrío que supone hacerse una idea de lo que había detrás, produce un sentimiento de atracción y rechazo simultáneos, que no logra desvirtuar su interés, empezando por el hecho de ser la parte más desconocida del arte ruso. El nuevo Moscú (1937) de Yuri Primenov, es la versión soviética de la mirada moderna y enlaza perfectamente con la fascinación por la tecnología y la nueva sociedad industrial que encontramos en los artistas de Occidente. Pero el ensalzamiento de Stalin, la vida idílica de los trabajadores, o la falsa abundancia de alimentos y medios industriales no impiden ciertas obras como la inquietante El globo voló, de Serguei Luchishkin, una de las pocas que osa insinuar la gran mentira del estalinismo.

La exposición cierra su periplo con una selección del arte no oficial de los años posteriores a Stalin, que busca romper con la idea de una creación monolítica rígidamente marcada por las directrices del Partido. La perspectiva adoptada es claramente americana, resaltando la existencia de un arte alternativo al oficialista, que fluye bajo las limitaciones políticas y policiales del régimen y que saldría progresivamente a la luz en la década de los ochenta y tras la caída del régimen soviético. La explosión final con que se clausura la exposición presenta un arte que ha incorporado plenamente las tendencias, estilos, temas y soportes del panorama internacional, manteniendo ya como signo distintivo el ajuste de cuentas con el pasado. Y si al principio calificaba esta exposición de espectáculo, la pieza que la cierra, el Cosmonauta de Oleg Kulik, es su mejor manifestación.

Para Débord el espectáculo tiene un carácter tautológico que se deriva "del hecho de que sus medios son a la vez sus fines". Y es en este aspecto donde surgen las dudas. ¿Qué pretende la exposición? Evidentemente, resulta difícil proponer una lectura clara en una muestra de las dimensiones de ésta, pero parece que el principal objetivo de ¡Rusia! sea su propia existencia. Monumental, brillante, irrepetible, pero un poco vacía.