Andy Goldsworthy, hacer girar el cielo
Vista de la pieza en el Palacio de Cristal
Vinculado a la poética del land art, el escultor Andy Goldsworthy (Cheshire, Gran Bretaña, 1956) muestra en su obra unas raíces más profundas y una proyección especial hacia la actualidad estética más última. En cuanto a sus veneros, Goldsworthy se ufana de haber trabajado en una granja cuando era muchacho, y defiende la índole escultórica del trabajo manual agrícola. Se alinea dentro de esa antigua tradición de su país que se cifra en que "el amor británico a la naturaleza es tan viejo como las colinas", un amor que dominó los cuadros de los grandes maestros de la pintura del XVIII, Gainsborough, Constable y Turner, y que, en escultura, ha producido una escuela inglesa moderna a partir de Henry Moore ("el paisaje ha sido para mí una fuente en que he forjado mi energía") y de Barbara Hepworth ("durante años sentí que yo me había convertido en un objeto en el paisaje"). Es la línea continuada por Anthony Caro, asistente de Moore y profesor en la St Martin School of Art, en la que estudiaron Richard Long y Richard Deacon, quien pasó al Royal College of Art, donde se relacionó con Tony Cragg. Es la misma estela que hoy se renueva a fondo en la obra de Goldsworthy, estableciendo un paso peculiar entre land art, paisaje arquitectónico y espacios específicos urbanos. -los sites-specific de la ciudad-.La instalación que ha realizado en el Palacio de Cristal para esta su primera exposición en España, se inscribe en ese capítulo de trabajos "de tránsito". Se titula En las entrañas del árbol y consiste en la construcción de una arquitectura primitivista y monumental, integrada por tres habitáculos coronados por cúpulas cuyos centros quedan abiertos al cielo por grades óculos. El hecho de penetrar en la soledad de estas enormes estructuras ciclópeas (puestas en pie exclusivamente por un particular sistema de entrelazar -casi entretejer- troncos de pino, considerando su peso y equilibrio, sin utilizar clavos, herrajes ni argamasa) produce un impacto imponente de tensión y de alerta, de energía y de belleza, de artesanía y de genialidad, de fuerza material y de inestabilidad constructiva, de habitar un espacio simultáneamente cerrado, de paredes transparentes y de techumbre abierta al cielo, que parece girar arriba, a través de los sucesivos óculos cenitales. Entre esta construcción de maderos, el paisaje del parque circundante y el altísimo celaje se interpone la arquitectura del Palacio de Cristal, funcionando como piel transparente, de vidrio, que separa y relaciona la instalación escultórica, el lugar ciudadano y la bóveda celeste. Una experiencia única, turbadora, emocionante, poética, que no debe perderse ningún aficionado al arte.
En esta obra se concitan, además, ciertas claves de la estética de su autor: preferencia por las materias naturales (hojas, nieve, hielo, lana, piedras, maderas…) y por el trabajo manual; subrayar la inestabilidad del paisaje y el carácter efímero del arte; tensar y conectar las realidades convergentes "campo" y "ciudad"; penetrar en materias, seres y lugares y revelar lo que ya estaba dentro; destacar la proximidad entre presencia y desaparición, estructura y caos; reactivar el papel de la escultura en relación con lo constructivo y con el urbanismo, como ya hicieron arquitectos y artistas del siglo XVIII.