Picasso. La pasión y la alegría
La colección del Museo Nacional de Picasso de París en el Reina Sofía
31 enero, 2008 01:00La muerte de Casagemas, 1901
Más de cuatrocientas obras del Museo Picasso de París llegan al Reina Sofía en la primera y más completa parada de una larga itinerancia de la mayor colección de trabajos del genio. Se trata, según la comisaria, Anne Baldassari, de un "recorrido íntimo y familiar" por todas las etapas del pintor. Una ocasión excepcional para poder contemplar este conjunto que desde el martes, 5 de febrero, se puede ver en Madrid. El catedrático Juan Antonio Ramírez nos da las pistas para no perdernos entre tanta obra maestra.
Aprovechemos la ocasión, pues ésta es la primera vez, y quizá la última, que una importante selección de las obras que Picasso no quiso vender comparte espacio con Guernica. Estamos de enhorabuena. Creo que, aunque no se declare abiertamente, esta exposición sí tiene argumento, más allá del viaje ocasional de la colección con el pretexto de unas obras en la sede original: trata del Picasso íntimo e insobornable, el ser humano que fue, apasionado y político. Es sorprendente que haya tantas obras maestras, pues si ahora reconocemos todos que "lo personal es político" hay que decir, tratándose de Picasso, que sus pulsiones particulares tuvieron, además, trascendencia universal.
Uno de los mayores problemas que suscita este artista es el cuantitativo. A su muerte se encontraron unos 70.000 trabajos entre sus diversos talleres. Gracias a esa figura jurídica que es la dation el Museo Picasso de París pudo constituirse con unos pocos miles de piezas (entre ellas hay 254 pinturas), de las cuales, alrededor de cuatrocientas han viajado ahora a Madrid.
Picasso, una vez más, revienta las costuras, es inabarcable. Pero aunque no sea posible mencionar casi nada de lo expuesto, sí fijaremos nuestra atención en unas cuántas obras maestras indiscutibles que utilizaremos como bastones seguros en los que apoyarnos, para no desfallecer ante este océano creativo. Reflejan todas las etapas del artista y sintetizan una de las más prodigiosas carreras de la historia del arte universal.
En La muerte de Casagemas (verano de 1901) es perceptible la influencia temprana de El Greco, un artista que se revalorizaba a principios del siglo XX en clave "expresionista". El cuadro está dedicado a un amigo de Picasso que se había suicidado por amor, y cuyo cuerpo se halla tendido en la parte inferior; la mitad superior la ocupa su alma, montada en un caballo, ascendiendo a un paraíso de mujeres desnudas y de nubes que se abren.
Es el mismo esquema compositivo de El entierro del Conde de Orgaz, pero no el tono sentimental, que es en Picasso triste y melancólico. Predomina ese color azul con el que elaboraba entonces la mayor parte de sus cuadros. A esa época pertenecen también obras tan significativas como un Autorretrato (1901), donde le vemos luciendo una barba de pocos días, vestido con un oscuro gabán, mirando inquisitivamente al espectador. Se trata de un hombre abatido y tal vez enfermo (¿de sífilis, como se ha sugerido alguna vez?), prematuramente envejecido, que conoce el hambre y pasa frío.
El color pasa a ser el rosa hacia 1905-6. El pesimismo y la tristeza se desvanecen cediendo su lugar a una notable alegría de vivir, algo que se nota en Los dos hermanos (1906). Están jugando, según parece: el mayor lleva en la espalda al niño más pequeño, y viven, desnudos, en un mundo edénico. ¿Qué evocaciones suscitan los objetos de la izquierda? El circo, sin duda. La escudilla sobre el tambor nos hace pensar en las funciones callejeras, recompensadas con "la voluntad" de unas monedas. Picasso se identifica con la vida pobre y feliz del artista marginal: es como un niño, entregado al culto de la inocencia y de la libertad.
Todo ha cambiado ya en Le Sacré-Coeur. Estamos en el invierno de 1909-10 y en esos momentos, asimilada la lección de Las señoritas de Aviñón (1907), Picasso y Braque entran en la fase del cubismo analítico. Y lo hacen con sendas vistas de esta iglesia parisina que era (y es) el corazón de Montmartre, el barrio bohemio donde el artista vivió durante aquellos años. La imagen se descoyunta fragmentándose en múltiples planos. Es más atrevida que la misma vista pintada por Braque, más abierta hacia ese futuro pictórico que se va a manifestar en cuadros como el prodigioso Hombre con guitarra (otoño de 1911) que también figura en esta exposición.
La fase siguiente que los historiadores denominan "cubismo sintético" tuvo su hito fundador con un pequeño cuadrito ovalado titulado Bodegón con silla de rejilla (1912). Está en el Museo Picasso de París, también, pero lamentablemente no viene ahora al Reina Sofía, constituyendo la única ausencia grave digna de mencionar.
Sí podemos ver, en cambio, otras obras muy representativas del momento, como Guitarra 'J'aime Eva' (verano de 1912) que muestra con sus grandes planos esa tendencia a la simplificación o a la "síntesis" que tantas repercusiones va a tener en otros "ismos" del panorama internacional. También contiene un jeroglífico personal (una alusión a su amor por la malograda Eva Gouel), algo que no va a ser infrecuente en la obra ulterior del artista malagueño.
¿Y qué hacía mientras tanto en el dominio de la escultura? Intentó sacar las lecciones del protocubismo, tallando algunos idolillos "primitivos" en la época de Las señoritas de Aviñón. En 1906 modeló la célebre Cabeza de Fernande, cuya fundición en bronce sí ha venido a Madrid: protuberancias superficiales entran y salen con aparente arbitrariedad; los vacíos son también la obra.
Pero ese experimento no debió complacer mucho a Picasso ya que el cubismo analítico trabajaba con el plano y no se prestaba mucho a ser extrapolado al ámbito tridimensional. Esto cambió con el cubismo sintético, que entendía las obras como construcciones o montajes de realidades eventualmente heterogéneas, tales como papeles, cuerdas, maderas u otros objetos cotidianos.
Así se inició una trasformación radical de la escultura con resultados experimentales tan memorables como las diminutas guitarras de cartón (1912), o Mandolina y clarinete (1914), que también echamos de menos. Podemos admirar aquí el extraordinario Violín (1915) de chapa recortada y plegada, con estupendos retoques de pintura.
Picasso no abandonará en lo sucesivo esa tendencia a la utilización de materiales heterogéneos, al montaje. Un ejemplo feliz es la Cabeza de toro con sillín y manillar de bicicleta que creó en 1942. Ésta u otras obras demuestran que fue siempre un escultor lírico, con sentido del humor, un antídoto contra la vacua solemnidad de la escultura pública decimonónica.
A fines de los años diez y en los primeros años veinte se dijo que Picasso volvía "al orden". Pintó entonces obras supuestamente clásicas como el excelente Retrato de Olga en un sillón (1917). Esta bailarina rusa, su primera esposa "legal", tenía gustos conservadores pero no creemos que le influyera tanto como para condicionar la evolución de su arte. En realidad no dejó nunca de emplear los lenguajes cubistas.
Estimulado por el repunte vanguardista que supuso la aparición del surrealismo (1924) Picasso renovó sus formas y sus temas, haciéndolos más incisivos. Profundizó en la exploración de su complejo mundo interior e hizo que un genuino interés por lo mítico primordial confluyese con el intenso compromiso político que afloró durante la guerra civil.
Numerosas obras nos permiten entender bien este complejísimo momento. El beso (1925), en primer lugar, que es una cópula amorosa; ése es el verdadero tema también de El pintor y su modelo (1926), con los amantes escondidos por una extraordinaria maraña lineal.
La crucifixión (1930) es un cuadrito de pequeñas dimensiones pero de gran importancia para entender la génesis de Guernica: es difícil imaginar un dramatismo trágico mayor para este asunto tradicional, con colores estridentes y esa fiera deformación de los cuerpos. Parece reclamar una dimensión monumental.
Ya vemos, pues, casi todos los ingredientes que estarán implícitos en Guernica, y sobre todo dos: la tragedia y el amor. Picasso se convirtió por entonces en el mejor pintor del dolor que haya conocido el arte occidental, y un extraordinario testimonio de ello, La mujer que llora (1937), ha venido ahora a Madrid para hacernos entender mejor la gran obra maestra que atesora el Reina Sofía.
No está descuidado el Picasso de la segunda posguerra. Es un acierto haber traído Matanza en Corea (1951), pues nos parece un eco de cosas importantes del arte español: de Goya, del Gisbert del Fusilamiento de Torrijos (Picasso pasó su infancia en la Plaza de la Merced de Málaga donde se encontraba un notable monumento a ese liberal decimonónico, ejecutado en Torremolinos), y de su propia obra en el pabellón republicano de 1937.
También se nos invita a tomar contacto con el artista maduro, ése que mira de reojo las serializaciones y las "apropiaciones" del pop art y se embarca en la reinterpretación incansable de algunos clásicos, tal como se aprecia en Le déjeuner sur l'herbe según Manet (1961), que está bien representado en esta ocasión.
No desmerece de nadie este Picasso viejo y venerable. Durante los años sesenta, y hasta el momento de su muerte en 1973, siguió siendo uno de los grandes de la escena internacional. Tan desinhibido, tan valiente, que puede ser acusado, casi, de procaz. Provocador, emotivo e hilarante. Un consejo: no vayan a ver esta exposición con el ceño fruncido, disfrútenla de verdad.