Image: São Paulo suelta lastre

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Exposiciones

São Paulo suelta lastre

La bienal supera la crisis y encuentra su espacio

1 octubre, 2010 02:00

Instalación de Ernesto Neto en la Bienal de São Paulo

Arranca la Bienal de São Paulo, ambiciosa en sus proporciones y en sus aspiraciones políticas. Lleva la firma de Moacir dos Anjos y Agnaldo Farias, junto a un equipo curatorial en el que figura Chus Martínez. Dora García es la única representante española.

Un parto antológico. Cualquiera diría, a la vista de las formidables dimensiones de esta vigesimonovena bienal de São Paulo, que el mayor evento de arte contemporáneo de América Latina corrió serio riesgo de desaparecer hace tan sólo nueve meses. La entrada en escena de Heitor Martins como nuevo mandamás de la institución, con su habilidad para atenuar diferentes posiciones políticas y paliar los acuciantes problemas económicos, ha resultado decisiva para la continuidad de un evento que en esta edición cuenta con 160 artistas reunidos bajo el título Una taza de mar en el que navegar, que puede verse en el edificio de Niemeyer del parque de Ibirapuera hasta el próximo 12 de diciembre y que merece mucho la pena visitar.

Estamos ante una gran bienal latinoamericana, pues los límites que en su día separaban a Brasil de sus vecinos parecen haber cedido definitivamente. ¿Cómo se entiende, si no, que un argentino como Roberto Jacoby pueda venir a enredar en las próximas elecciones presidenciales ante el fundado temor de que no gane Dilma Roussef, la delfín de Lula? Esta edición es importante para el arte brasileño pero lo es más, si cabe, para todo el conjunto del arte latinoamericano. Su enorme escala parece evocar la creciente grandeza del país que la acoge, verdadero motor económico de la región y firme aspirante a gran potencia mundial. Brasil es hoy consciente de su responsabilidad, su mercado artístico es saludable y esta bienal parece expresar con rotundidad lo que ya no es un rumor: éste sí es el momento de Latinoamérica, que quiere verse arrastrada por la pujanza económica carioca. La importante presencia de artistas de otros rincones del subcontinente parece alimentar esta lectura integradora.

El arte más político
Buen ejemplo de esto se encuentra en los trabajos de Lygia Pape, Alberto Greco, Anna Maria Maiolino y el grupo de Tucumán Arde, dos brasileños y dos argentinos, que ponen sobre la mesa un discurso de alto vuelo político escenificando ese consenso elocuente. Representantes del ideal transformador de los años sesenta y setenta, son figuras indiscutibles en esa creación latinoamericana que reacciona a los sistemas hegemónicos y a la desigualdad. Sus armas son las ideas y las acciones, que quieren mancillar la moral bienpensante y burguesa propagándose por todas las capas del espectro social. La ambición de recuperar figuras históricas es una de las claves de la exposición. De ella sale reforzado un número importante de artistas que no sólo no habían gozado de visibilidad internacional sino que entre ellos apenas habían tenido ocasión de acercarse e iniciar un diálogo.

El equipo curatorial ha diseñado una muestra a partir de la idea de terreiro, una suerte de espacio público que sirve como lugar de encuentro e intercambio y que tiene su origen en las comunidades mestizas brasileñas. Seis de estos terreiros, que han sido diseñados por otros tantos artistas y arquitectos, Ernesto Neto entre otros, jalonan el recorrido como invitándonos a parar un rato, reflexionar y tejer relaciones con quien nos topemos por el camino. La idea entronca con aquel espíritu brasileño alumbrado por Hélio Oiticica y sus colegas, pero me invade un raro escepticismo al pensar en sus posibles usos hoy. Los veo algo aislados, y temo que confundan y disuadan más que inviten a buscar la experiencia. Y para trabar al espacio ya tenemos a Nuno Ramos y a Oswaldo Goeldi, creadores algo sórdidos que se oponen a la gozosa claridad de Niemeyer.

Un recorrido libre
Además, estos terreiros entran en sintonía con una estrategia que se intuye un tanto peligrosa, pues se han propuesto modos diferentes de interpretar el sentido de la bienal a partir de seis recorridos ideados por los comisarios. El espacio de Niemeyer, unido a una muy lograda arquitectura de sala, exige una total libertad de movimientos, sin necesidad de seguir trazados predeterminados, y las inmensas posibilidades interpretativas que hoy ofrece el arte han de ser manejadas por el propio espectador, que puede aprovecharse de la naturaleza orgánica del espacio. El recorrido fluye rica y densamente, con tramos a veces complejos pero otros inmensamente seductores en los que se trazan con facilidad analogías, muchas veces fundadas en acertados diálogos generacionales. En uno de los más logrados, Mira Schendel explora la línea y el volumen en un atrayente reto para la mirada, y las respuestas de Sue Tompkins y Tatiana Trouvé, que no es brasileña pero que aquí lo parece, aguantan bien el tipo. En otro, algo más desigual, asistimos a una exploración de la exclusión social, con trabajos de Filipa Cesar, Miguel Rio Branco y Nan Goldin. El vídeo de Rio Branco es muy duro, y hay que tomárselo con calma. Tal es su fuerza que los trabajos de sus vecinos pueden verse reducidos a un leve comentario sin apenas fuelle.

Así, esta idea de archipiélago, en la que se ha basado la arquitecta de la exposición, parece muy bien traída. Sus islas, físicas y conceptuales, se encuentran muy próximas, pero entre ellas uno sí percibe encontrarse en una región fronteriza que no siempre es transparente. En los trabajos de Greco, Bruscky, Carvalho o Borges hay un perfil claramente performativo en el que el creador, como sujeto, gestiona el lugar que ocupa sobre esa finísima línea que separa el arte de la vida. Éste es uno de los grandes asuntos-islas de la exposición. A veces ese creador, como Joachim Koester, abandona su propio cuerpo y de él sólo queda un convulso saco de nervios. Y otras, como en el último trabajo del polaco Artur Zmijewsky, el artista abandona el plano y deja que sean sus propios compatriotas los que compongan una conmovedora acción, el llanto unánime por su presidente muerto. En lo que es otra constante en esta bienal, el artista desaparece para convertirse en sujeto social que vaga por el espacio público implorando el reconocimiento de sus tremendas contradicciones.

Esta cualidad transitoria es otra de las ideas destacadas, visible sobre todo en la flagrante degradación de la intensidad política en el arte de las cinco últimas décadas, atemperado aquel empeño vivaz de los artistas clásicos vivos recuperados para esta bienal por la representación y el espectáculo. Tres mujeres brasileñas, Tamar Guimaraes, Sara Ramo y Rochelle Costi escenifican un estar en el mundo que poco tiene que ver con el de Anna Maria Maiolino o Marta Menujín, tan socialmente implicado. Son, por el contrario, políticas aferradas a un perfil más bajo, rayano en el ensimismamiento, pero no deben dejar de detenerse ante ellos pues cautivan en su fascinante especulación sobre el tiempo, la arquitectura y el lugar.