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Japonismo. La fascinación por el arte japonés

25 octubre, 2013 02:00

Raimund von Stillfried: Mujer entre la lluvia, 1870

CaixaForum. Paseo del Prado, 36. Madrid. Hasta el 16 de febrero.

Japonismo es un término que se refiere a la influencia de las artes niponas en las occidentales. Un fenómeno que renovó el arte occidental de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, proporcionando una nueva imaginería poética y una visión del arte que hicieron cambiar los gustos. En total son 180 obras, muchas de ellas, inéditas para el gran público.

Si por una extraña operación de magia cultural pudiéramos extraer del arte moderno (¿Hace falta decir 'arte moderno internacional'? Sí, para enseguida comprobar que sólo alude a Occidente). Si se pudiera, digo, extraer del arte moderno toda influencia o aroma procedente de Japón, creo que nos quedaríamos atónitos con el resultado: grandes sectores de aquél se esfumarían y muchos otros quedarían anémicos y desvitalizados. Esto es más o menos previsible (ya veremos hasta qué punto tan hondo) en lo que se refiere al arte de finales del XIX.

Lo que quizás no es tan evidente y acaba por resultar abrumador es cuánto hay de presencia japonesa en la arquitectura de Lloyd Wright, en las propuesta de John Cage o en el Minimalismo. Porque lo más notable de la relación del arte japonés con el occidental (y así queda a la vista en esta exposición) no es lo rica que ha sido la influencia, sino hasta qué punto muchas de sus aportaciones nos resultan ya invisibles. Vamos, que te colocas ante un cartel de Toulouse-Lautrec o un cuadro de Rusiñol y te preguntas qué tienen de japonés (y tienen mucho). Es entonces cuando te das cuenta de que el exclusivista arte moderno occidental, modelo con el que hoy trata de mimetizarse cualquier artista asiático, en realidad se ha construido gracias a muchas influencias foráneas, pero si hay una que sobresale es la japonesa.

A estas alturas mi improbable lector puede estar pensando que esto lo escribo bajo los efectos de la exposición que reseñan estas líneas y que lo mismo diré el día que me ocupe de una dedicada a China, África o Mesoamérica. Pues no, nada de eso. Es verdad que esta exposición es estupenda; tiene piezas bellísimas y otras sorprendentes, eso por no hablar del catálogo, que parece de otra época e incluso de otro país, por la combinación de contenido intelectual y esplendor gráfico. Pero el peso del japonismo en el arte moderno es específico, como espero argumentar en estas líneas.

La apertura a Occidente que supuso el periodo Meiji (1868-1912) se concretó en la década de 1880 en un intenso intercambio comercial entre los puertos japoneses y europeos. Y para el arte europeo, en pleno periodo de renovación, supuso la posibilidad de explorar un mundo cultural exótico y unos modelos estéticos llenos de sugerencias.

Del mismo modo que el orientalismo dejó una honda huella en el periodo romántico, desde Delacroix a Flaubert, el japonismo la dejó en el Modernismo, el Art Nouveau y el Esteticismo británico. También en el Impresionismo y el Simbolismo. Es decir, que desempeñó un papel esencial en el desarrollo del arte moderno occidental del último tercio del siglo XIX. Aunque el centro de esa influencia en Europa se localiza en París, es fascinante comprobar cómo y hasta qué punto arraigó en nuestro país, a partir de su epicentro en Cataluña. Tiendas de arte oriental con sucursales abiertas en otros lugares de España surtieron a burgueses y artistas. Fueron naciendo colecciones de importantes particulares, como las de Josep Mansana y los hermanos Masriera. La estética japonesa aparece entonces de forma destacada en el mundo editorial, donde cubiertas y maquetas reflejan lo que empieza a ser una verdadera moda. Otro tanto cabe decir del diseño de muebles, textiles y joyas (de Homar, de Alexandre de Riquer, de Durrio). La celebración en Barcelona de la Exposición Universal de 1888, el primer certamen internacional celebrado en España, fue la ocasión de que Japón presentara algunas de sus mejores industrias y artistas. De ahí surgieron estrechos lazos entre empresarios catalanes y japoneses, y amistades personales, como la del crítico García Llansó y el pintor Kume Keiichiro, que reforzarían el intercambio entre ambos países.

Pero la exposición se remonta a varios siglos más atrás. Arranca en el XVI, con un documento formidable: una carta que el embajador de Japón entrega en Sevilla en 1613, solicitando establecer relaciones comerciales y ofreciendo la evangelización del territorio nipón. Me detengo en ella porque es un ejemplo insuperable de combinación de utilidad y belleza: un texto diplomático que parece un paisaje bajo la lluvia. Pero volvamos a la historia: luego el archipiélago se aislará casi por completo durante más de dos siglos, hasta finales del siglo XIX.

Mariano Fortuny fue el introductor del arte japonés entre los pintores españoles. Su colección de arte, los motivos introducidos en sus cuadros y las mismas soluciones compositivas fueron un acicate para toda una generación de artistas. Pero en realidad, la mayoría de los artistas españoles establecidos en París o que pasaron por la ciudad en aquellas décadas volvieron con alguna huella del japonismo, aunque casi siempre superficialo. Es un poco después, a caballo de los siglos XIX y XX, en el apogeo del Modernismo, cuando lo japonés deja de ser un elemento decorativo para incidir de lleno en la formulación de soluciones compositivas o elecciones estéticas.

La presencia de la naturaleza, las perspectivas diagonales, la combinación de primeros planos con planos de fondo, la inclusión de textos en las escenas, los formatos delgados y muchos otros recursos pictóricos y gráficos procederán de las célebres estampas japonesas de Ukiyo-e, de las xilografías de Hokusai o Hiroshige y de la estética japonesa en general. En fin, es la primera exposición que se realiza en España sobre este particular y la primera enfocada específicamente en el arte español. Mis felicitaciones a Ricard Bru, comisario de la muestra.