Lionel Shriver

Lionel Shriver

En el último número de Letras Libres que he recibido se publica la entrevista de Liliana Blum a Lionel Shriver, una muy buena novelista norteamericana cuyas novelas están publicadas en español y editadas por Anagrama. "Soy una defensora del derecho a ofender", dice Shriver en un momento de la entrevista. De eso también se trata: del derecho a ofender. Ofender es gratis y fácil, sobre todo en un mundo que ha perdido el respeto por el respeto y hace tiempo se ha olvidado de la educación necesaria. La ofensa es una respuesta a alguien que nos ha ofendido antes, o un acto de ataque a quien por una u otra sinrazón no nos gusta. La literatura universal está llena de episodios en el que la ofensa, la personal o la colectiva, es la protagonista. Poemas ofensivos, y sin embargo buenos poemas, han sido escritos por los más grandes poetas contra adversarios reales o inventados, y novelistas del mundo entero no han dejado de ofender retratando en sus obras escritas a quienes creen o son de verdad sus enemigos irredentos.

Había, no sé ya qué ha sido de ella, una escritora catalana que tenía en su ordenador los nombres de todos los que habían sido sus amantes a lo largo de su vida. Eran tantos que había hecho una lista para acordarse, y en cuanto se enteraba de que alguno de ellos había fallecido lo borraba para siempre jamás y lo enterraba en el destierro del silencio. Todo esto sería lo de menos, porque el secreto, mientras lo sea, no ofende a nadie, siempre hay que distinguir lo privado de lo público. Lo malo es que esta escritora catalana, muy mal de lengua y peor de prosa, le enseñaba la lista de amantes del ordenador a las amigas que le parecía que eran sus cómplices en la amistad, y a algunas de ellas les parecía ofensiva esa lista y terminaban por comentarlo con otros cómplices. Así ella misma ofendía y rompía el secreto de su vida, los nombres de sus amantes (por todos ya conocidos) y las "intenciones" de su propio amor: los intereses "ofensivos" por los que se enamoraba de sus hombres.

Hoy escribe todo el mundo, no ya en el papel de un periódico o en la servilleta de un restaurante de tercera, sino en una pantalla brillante que se traga todas las ofensas de parte del mundo contra la otra parte; una importante parte del mundo que no solo se dedica a ofender sino que ha perdido la razón. La ofensa a la que Lionel Shriver se refiere en la entrevista que le hace Liliana Blum en el último Letras Libres no es sólo la ofensa escrita sino la verbal, la que tenemos en la boca y en el pensamiento a toda hora del día. No hacía falta que el tío Albert Einstein nos lo confirmara (que el número de imbéciles que hay en la Humanidad es incontable), pero el genio de la relatividad acierta una vez al decir que el mundo está lleno de inútiles cuyas vidas son un vacío que ofende nuestro contexto y nuestro alrededor.

Por mi parte no hay día más feliz que aquel en el que me quedo en casa, leyendo obras clásicas (en fin, un canto de la Odisea, por ejemplo, y que no se me ofenda nadie) o escuchando (escuchando no oyendo, que hay que saber separar la paja del trigo y no es lo mismo soplar que hacer botellas) cualquier pieza de Schubert al piano (de Alfred Brendel, por ejemplo, y que no se me ofendan). Ese día no veo imbéciles, tóxicos, idiotas, tontos, gente absolutamente vacía que sólo habla estupideces, que es lo que come y digiere a lo largo de su vida. Todo esto último puede parecer ofensivo a quien se mire en su propio espejo y no vea más que el retrato de un lisiado mental que lo único que hace crecer es su ego de idiota. Este es mi derecho a ofender, aunque haya alguno que, dándose por tocado por el sable en su propio corazón, me ofenda a mí una vez que haya leído este pequeño panfleto de hoy, avanzado, en fin, por la escritora Lionel Shriver.

En uno de los textos novelísticos que voy escribiendo poco a poco, un hombre entra en una taberna, el Oliver, que fue nuestra casa de dipsómanos en el Madrid del último franquismo y en los años de la transición democrática. El hombre, alto, borracho y barbudo, entraba al Oliver, se quedaba con las manos en jarras observando a todos los que bebíamos la vida a media tarde del invierno y trataba de ofendernos gritando, por paradoja, un nombre de esperanza histórica. "¡Viva Lutero!", decía el hombre una y otra vez, esperando que alguien se ofendiera y le gritara cualquier cosa. Nunca pasó nada, porque éramos santos bebedores, católicos y tranquilos, que no nos ofendíamos por nada del mundo y menos por el grito de un loco que tenía razón.