Dediqué mi último fin de semana a la relectura de Popol Vuh en la traducción del quiché realizada por Agustín Estrada Monroy, que contrasté con la versión de Cristina Vidal y de Miguel Rivera, así como con las investigaciones del novelista Luca de Tena, que fue académico de la Real Academia Española.

En el Popol Vuh se relatan deslumbrantes historias. Entre ellas, la de la princesa Xquie, hija de Chuchumaquic, señor de Xibalbá. Ella era bella como la fruta madura y, sobre todo, inteligente.

Cuando el padre la acusó de haberse convertido en una ramera y algunos servidores alados apresaron a la princesa para arrancarle el corazón y llevárselo al padre en una copa, ella, con lágrimas en los ojos, dijo: “No me matéis, señores alados, mensajeros de Xibalbá, pues no soy una ramera. La única verdad es que sin saber yo cómo en mi vientre se ha engendrado lo que porto tras admirar el prodigio de la cabeza de Hun Hunahpú en el árbol del jícaro”.

La princesa les pidió que depositaran en la copa la savia del árbol, que se coaguló y cobró la forma de un corazón… “Realmente parecía sangre de un rojo encendido”, se lee en el relato de Popol Vuh.

En él se narra la formación de la Tierra, el desarrollo de la vida vegetal, de la vida animal y de los hombres del lodo; la destrucción de Zipacná y Cabracán, hijos de Vucuh; la creación de las cuatro primeras mujeres y el origen de todos los pueblos; la muerte de los iniciales padres y la engendración de los quichés; el castigo y la destrucción de los ilocab, la vida del portentoso señor de Cucumatz y el ascenso de los caudillos; las generaciones de los reyes quichés y su incontable descendencia…

No se puede ignorar la profunda significación de aquella cultura precolombina. Ni tampoco la admiración que la civilización maya suscita

Al rozar las creencias religiosas, los redactores de Popol Vuh lo hacen como si conocieran la Biblia cristiana, lo cual es histórica y geográficamente imposible. Pero defienden la existencia de un solo Dios, con tres personas distintas: Caculhá-Huracán, Chipi-Caculhá y Raxa-Caculhá. “Los tres son el Corazón del Cielo, la santísima Trinidad que provocan la creación”.

En el principio, “únicamente había inmovilidad –se lee en Popol Vuh– y silencio en la oscuridad de la noche. Existía sólo el cielo y el Corazón del Cielo, que este es el nombre de Dios, y así es como se llama. Llegó entonces la Palabra…”.

La Palabra, el Verbo, que se hizo carne y habitó entre nosotros. La palabra que nos diferencia de los animales irracionales. Ni siquiera los chimpancés disponen de una veintena de palabras. Dice San Juan en el Evangelio: “En el principio existía la Palabra. Y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe”.

Pero muchos hombres mayas no adoraron al Corazón del Cielo, a Dios. “Y, por este motivo –se lee en Popol Vuh– se oscureció la faz de la Tierra y comenzó una lluvia negra, una lluvia de día, una lluvia de noche”. Era el diluvio universal. Y junto a él, en el Popol Vuh, se narran varias historias que coinciden con relatos bíblicos.

Arnold Toynbee, el filósofo de la Historia, el hombre más inteligente que he conocido a lo largo de mi dilatada vida profesional, colocó a la civilización maya entre la veintena de las más grandes de la Historia Universal. No le faltaba razón al historiador británico, sobre todo a tenor de lo que los arqueólogos están descubriendo en los últimos años: pirámides, palacios, templos, avenidas, ciudades enteras. Un asombro para todos.

No se puede ignorar la profunda significación de aquella cultura precolombina. Ni tampoco la admiración que la civilización maya suscita y que se puede resumir en el Popol Vuh. En ese Popol Vuh que es la Biblia maya.