No hace mucho que, escribiendo no sé qué tontera acerca de Donald Trump, se me ocurrió aludir a su “sonrisa de Netol”. Al poco de emplear esta imagen, caí en la cuenta de que muy pocos de los lectores menores de cincuenta años iban a saber a qué me refería. Netol era –sigue siendo, tengo entendido– una popular marca de limpiametales que se empleaba para abrillantar los objetos de plata o de alpaca tan comunes en su día en los hogares de la clase media: ceniceros, candelabros, marcos de fotos…

La imagen de marca de Netol era un mayordomo con el rostro deformado por una amplísima sonrisa horizontal, como la de Trump en muchas fotografías. El caso es que es hoy día hablar de la “sonrisa de Netol” lo señala a uno mismo como alguien de cierta edad, con unos referentes iconográficos ligeramente desfasados o, por decirlo glamurosamente, vintage.

Algo parecido me ocurrió días atrás cuando, dirigiéndome en broma a un amigo, le dije que no me tomara por “el pito del sereno”. ¡El pito del sereno! Yo mismo, después de emplear esta expresión, me puse a reír. ¿Quién demonios sabe hoy día lo que era un sereno? ¿Y a quién le consta el escaso respeto que inspiraban los despliegues de autoridad de esos amables vigilantes nocturnos, que recurrían al pitido de su silbato para invocar la asistencia de la policía?

Conforme envejeces, flotan en tu habla particular multitud de expresiones que han perdido vigencia, a pesar de lo cual a uno se le escapa emplearlas

El caso es que, conforme envejeces, flotan en tu habla particular –en tu idiolecto– multitud de expresiones que han perdido vigencia, a pesar de lo cual a uno se le escapa emplearlas con toda familiaridad, a menudo para sorpresa y choteo de propios y extraños.

Recuerdo que en mi infancia, entre los adultos, al menos los de mi familia, eran muy frecuentes insultos que hoy están en completo desuso: majadero, percebe, merluzo… “¡Menudo majadero!” era la forma más bronca que tenía mi padre de referirse despectivamente a alguien. A ver si me acuerdo de recuperar este calificativo, que el Diccionario de la Real Academia Española glosa como “necio y porfiado”.

Por otro lado, el habla de los más jóvenes suele estar repleta de neologismos, anglicismos y expresiones acuñadas que tienen por función diferenciarse netamente del habla de los adultos. En su caso no se trata de “pecios” de un habla extemporánea, como en los dos ejemplos que he traído a colación, sino –como en toda jerga– de una especie de consignas que sirven para distinguir quiénes están en la onda y quiénes no.

Me resisto a poner ejemplos para evitar el ridículo: no tengo la menor duda de que cuantos pudiera aportar estarán ya casi del todo desactualizados, y darían ocasión a una sonrisa condescendiente. Estarían ya “demodés”, por decirlo con expresión asimismo demodé pero aceptada por el mismo DRAE.

Una de las razones de mi inveterada afición a la literatura de Eduardo Mendoza es la gracia –y la intención– con que acierta a emplear estas expresiones “demodés”. También Álvaro Pombo las emplea con mucha gracia, aunque en su caso impregnan su propia habla, aún muy pegada a la que era característica de las clases altas del Santander de su infancia.

Si traigo a colación todo esto es porque, dándole vueltas, me da por reparar en lo que sin duda constituye una obviedad: que la literatura evoluciona conforme a dinámicas muy semejantes a la de estos modismos lingüísticos, que caducan tan rápido. El hecho de que buena parte de la producción literaria de los más jóvenes repita con inesperado éxito fórmulas ya consabidas se explica en la medida en que aciertan a reapropiárselas con un lenguaje más nuevo, desprendido de maneras y modismos que entretanto han caducado, pero que muy probablemente satisficieron, en su momento, la misma necesidad de renovación esencialmente formal, estilística.