A pocos kilómetros de Atenas, en dirección al puerto de El Pireo, existió un jardín cuyos frutos seguimos hoy saboreando. Ocurrió hace más de dos mil años, en el 360 antes de Cristo, en un momento de fragmentación helénica donde sociedad era sinónimo de dolor. En ese momento, un sabio conocido como Epicuro de Samos compra un pequeño huerto para alejarse de la ciudad, y también de la Academia de Platón.

En ese apacible jardín se reunía con amigos, igual de eruditos que él, pero también con aquellos cuyo intelecto no había sido madurado. En el Jardín de Epicuro podían entrar hombres, mujeres, cortesanas y esclavos. El único lema era hablar para todos, e investigar sobre la condición humana. Epicuro sienta así las bases de lo que para él es un centro de enseñanza: una escuela para la búsqueda de la felicidad, eudamonia.

Más de veinte siglos después el profesor Josep Maria Esquirol nos hace reflexionar sobre el concepto de Escuela contemporánea. Esquirol es hoy catedrático de filosofía de la Universidad de Barcelona y dirige un grupo de investigación, llamado Aporía, donde construyen puentes entre la filosofía y la psiquiatría. Por cierto, Aporía equivale al razonamiento del cual surgen contradicciones o paradojas irresolubles. Tan bello como necesario.

Enseñar es indicar la información, y se hace con el dedo. Educar es ayudar a orientarse, y eso se hace con el corazón

Hace pocos meses Esquirol publicó La escuela del alma (Acantilado). Nos recuerda en este libro que “hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo. Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención. Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer su camino y madurar, para dar fruto. ¿Qué tipo de fruto? Más casa y más mundo”.

Esquirol define escuela como el lugar donde se entrena el prestar atención a las cosas del mundo y a los demás. El cerebro nos ofrece la posibilidad de escuchar durante horas e incluso aprender sin prestar atención. Todos lo hemos experimentado, y más en una escuela. La red neuronal por defecto que se activa pone en marcha unos automatismos que aunque nos mantiene operativos nos aleja de la presencia. Solo la atención nos devuelve al aquí, y normalmente el anclaje a esa tierra del ahora es la motivación.

El interés por aprender nos instruye a orientar la atención, que involucra a la corteza frontal reforzando de esta manera su volumen. Así que una cosa es enseñar y otra educar, nos recuerda Esquirol. Enseñar es indicar la información, y se hace con el dedo. Educar es ayudar a orientarse, y eso se hace con el corazón. En ese encuentro entre el maestro y los alumnos se produce la magia, cuando no hay indiferencia por parte de uno o de otro.

Un reciente estudio de neuroimagen midió el cerebro de unos estudiantes y su profesor, simultáneamente, para conocer los sótanos biológicos de la comunicación. Sus resultados mostraron que el cerebro de los alumnos se contagia, se sincroniza dicho técnicamente, con el del profesor. ¡Qué responsabilidad la de un maestro o maestra saberse espejo de las neuronas de sus alumnos! Curiosamente la zona que más contagio experimenta es la parte frontal, la que ejercitamos con la atención, con la presencia.

Lo mismo dice Esquirol, la escuela como entrenamiento de la atención al mundo. Los profesores nos enseñan muchas cosas pero nos educan para estar presentes (si ellos lo están, por supuesto). Para más responsabilidad de los docentes, el estudio mostraba que esa interacción entre los cerebros de alumnos y maestros permitía compensar déficits de aprendizaje. Me quedo con lo que dice el profesor Esquirol, una escuela sin alma no puede ser una escuela del alma. ¿Podría ser la escuela una migaja de utopía?