Pablo Picasso: <em>Las señoritas de Avignon</em> (detalle), 1907

Pablo Picasso: Las señoritas de Avignon (detalle), 1907

Cuando entonces era el año 1974, en Barcelona. Mi editor y amigo, el poeta Enrique Badosa, me hizo el honor de invitarme a comer al restaurante Agut d'Avignon, un local histórico en el que Pablo Picasso pintó sus famosas "señoritas", casa que fuera un burdel de alta estirpe en la Barcelona modernista y años sucesivos. Creo que ese día descubrí una manera de ser comensal bien distinta a las que yo había conocido hasta entonces. Para empezar, la carta del restaurante parecía un cuento de Cortázar: cada plato era producto de un machihembraje extraordinario entre palabra y gastronomía. Luis Bettonica y Néstor Luján, los dos grandes gastrónomos que han llenado una época fastuosa de Barcelona, nos acompañaban. Me maravilló un plato que predicaba literatura nada más leerlo: "Jamón de las Altas Cumbres de Salamanca con almejas vivas". Cuando entonces, nunca me habría imaginado ese maridaje, pero todos pedimos ese plato que Ramón, el maître, jefe y señor del restaurante, nos recomendaba. Fue espléndido. Fue fastuosa toda la comida, movida de paso con caldos fuera de lo común y con una conversación fabulosa y de altísimo nivel.

A Néstor Luján, que se acostaba leyendo y escribiendo sobre las cuatro de la mañana y se levantaba entre las doce y la una de la tarde del día siguiente, le interesaba mucho la historia y, sobre todo, la buena comida y los vinos. Era un catalán universal, lo mismo que Bettonica y Badosa y yo que, cuando entonces, tenía sólo veintiocho años, me sentí sumamente a gusto entre aquellos comensales tan ilustres. Años más tarde, Rafael Soriano nos invitó a Néstor Luján y a mí a comer en el Via Veneto barcelonés, entonces restaurante muy de moda en la Ciudad Condal, y Luján pidió la carta de vinos. "¿Te parece bien éste, J.J.?", me preguntó sin un ápice de sorna el gran periodista. Eché un vistazo a la carta y aquel vino que Néstor quería pedir costaba más de ¡cien mil pesetas de la época! Me pareció un crimen escandaloso, pero Néstor se sonrió y eligió otro un poco más barato: veinticinco mil pesetas, más o menos, costaba la botella. Me acordaba entonces, y ahora mismo, de aquella comida en la que conocí a Luján en el antro gastronómico de Ramón, personaje que terminó siendo suegro del periodista.

En la comida del Via Veneto, Luján nos contó a Soriano y a mí un poco de la historia del local de la calle Avignon, casa de comidas en el paso bajo y secretos de alcoba en el piso alto. Picasso era cliente de los dos pisos y allí le dio por pintar el célebre cuadro que es uno de los fundamentos estéticos exhibidos a perennidad en el MoMA de Nueva York. Estas cosas ya las sabe todo el mundo, pero por esos universos en los que me muevo a veces, tan presumidos y presuntuosos, de vez en cuando me encuentro a una señora o a un señor que lo sabe todo del famoso cuadro de Picasso "pintado en la ciudad francesa de Avignon". Hay cosas peores. Jorge Edwards cuenta siempre la anécdota de una señora a la que preguntaron en una las las fiestas a las que asistió el gran escritor chileno si había leído la Crítica de la razón pura. "No, señor", contestó la señora inmediatamente, "pero he visto la película". Así es la vaina.

En Canarias, casi cuando entonces, un grupo de "señoritos", amigos de farra y madrugada, solíamos ir a una "casa de altura" en la que uno de nuestros compañeros del alma, Emilio Machado, se quedaba tres o cuatro días, instalado con sus pinturas y su caballete, sus lienzos y su genio artístico. Dibujaba y pintaba a las "señoritas" como Picasso hizo en el restaurante barcelonés de la calle Avignon, hoy ya cerrado a cal y canto, como todo lo de cuando entonces, tan fabuloso como controvertido. Siempre me he preguntado, durante casi cincuenta años, dónde fueron a parar cada uno de los cuadros que Machado pintaba en aquella "casa de amigas". Me lo he preguntado y se lo he preguntado: él tampoco lo sabe. Pero digo yo que en algún lugar estarán.

Uno de estos episodios lo cuenta Caballero Bonald en uno de los libros de memorias que ha escrito, La costumbre de vivir, y provocó un pequeño escándalo en la sociedad pacata de la ciudad pacata en la que nací, hasta el punto de que uno de los chamanes de la prensa local prohibió que se publicaran críticas sobre ese libro. De esa anécdota que recuerdo como si fuera ahora mismo, y no cuando entonces, hay ya hecha una redacción en un capítulo de mi novela inédita Ulises en la playa. En fin, acaba el año, pero no la memoria, al menos por ahora. Como la gasolina, la vida se nos va yendo de las manos pero, enteros y verdaderos, seguimos pensando, soñando, inventando, escribiendo.