Jorge Semprún

Jorge Semprún

He regresado estos días primeros del año a algunas novelas y ensayos de Jorge Semprún. Con los ojos cerrados recordé nuestra amistad, los encuentros en Madrid, Canarias, Barcelona, París, el largo viaje a Neptun (Rumanía) que hizo en tren con Pasionaria y que Semprún me contó en un viaje que hicimos juntos a ese país, hace ya algunos años, porque ya hace algunos años de todo lo que recordamos. Pasionaria estaba en París y le dijo que se viniera con ella hasta Moscú y, después, a Neptun, el viejo balneario de la nomenklatura comunista a orillas del Mar Negro. Así le iba contando, le dijo Pasionaria. Horas y horas en un tren, Semprún hablando sin parar y Pasionaria asintiendo o rechazando. Estuvimos juntos en Neptun y viajamos a Constanza; almorzamos mal en el refectorio de un monasterio ortodoxo y tomamos café en un bar a dos metros de la escultura de Ovidio, condenado al exilio por el Emperador, por largón, faldero y crítico con su excelsa persona. Hablamos mucho en las noches de Neptun Semprún y yo: vivíamos en la misma dacha, en dos añejos y feos bungalows, desde cuyas ventanas se veía muy cerca en las noches la sombra siniestra del Palacio de Verano de Ceaucescu. El dictador había caído fusilado junto a su mujer hacía ya unos años. Una noche me contó la leyenda negra de su vida: las acusaciones sospechosas de soplón en el campo de concentración que sus compañeros de partido, tras su salida del mismo, le endilgaron una temporada. Nada de nada: era un dirigente serio, honesto, al servicio de la causa y a quienes salvaba era a los de la causa. Me contó muchas cosas Semprún a lo largo de nuestros encuentros, muchos de los cuales cuento en el segundo tomo de mis memorias.

De Semprún lo he leído todo (como de Malraux, el escritor al que más se parece en actitudes y en literatura, hasta atreverme a decir que era su paradigma personal) y algunos libros los he leído más de una vez. Ahora, cuando sigo admirándolo tanto, entro de vez en cuando en algunas páginas de sus libros y las releo con pasión y placer. Me gusta mucho El largo viaje y la prosa imparable de La segunda muerte de Ramón Mercader. Tal vez no le hemos hecho el caso literario que merecía, pero es un personaje intelectual de primer orden. Alguien me preguntó, no hace mucho, en una charla que di en Santa Cruz de La Palma, quién era el escritor más inteligente y formado que yo había conocido en mi vida. No dudé en darle un nombre: Jorge Semprún. Hablo de inteligencia: no hablo del mejor escritor que conocí en mi vida. Hablo de inteligencia porque Semprún era eso: pura inteligencia. Inteligencia formada, brillante, con un discurso lleno de citas de escritores y filósofos que nadie, en cualquier discusión que tuviera con él, podía refutarle. Dueño de una dialéctica poderosísima, Semprún podía embarcarse en una conversación cualquiera sobre música, pintura, filosofía, política, literatura, historia, geografía. Desde los clásicos griegos, pasando por Shakespeare y llegando a Sartre y el existencialismo. A pesar de que Pasionaria lo trataba (o trataba de tratarlo) con desprecio (lo llamaba "cabeza de chorlito"), Santiago Carrillo siempre le tuvo algo más que respeto, tal vez un poco de temor: Semprún lo sabía todo del Partido, sus graves errores y sus heroicidades, las falsas y las verdaderas. Lo sabía todo y contó, tal vez amparándose en una vieja lealtad hacia una parte de su vida, muy poco, a pesar de que su literatura resulta en muchas ocasiones memorialista y autobiográfica.

Una vez, en una de las dársenas del Puerto de la Luz, en Las Palmas de Gran Canaria, caminábamos juntos hablando, hacia el final del espigón. Era casi la noche en el trópico de mi tierra. Entonces, de repente, se detuvo y miró hacia los barcos rusos y cubanos que estaban arrumbados en el muelle. Se quedó atónito y me dijo: "¡Pero si esto es un nido de espías!". El olfato del viejo lobo político salió a relucir allá abajo, en África, en el África mestiza de las Islas Canarias. Al día siguiente dio una conferencia en la Casa de Colón que resultó multitudinaria y magistral. Entró en debate con algún que otro recalcitrante comunista (Tony Gallardo, un escultor bastante mediocre) y acabó con él dialécticamente en diez minutos completos que a mí se me hicieron un dulce único e irrepetible. Su brillantez de discurso, sus argumentos, su memoria y el tono de su verbalidad dejaron KO al pobre escultor que tartamudeaba como si buscara arrepentirse de todo cuanto había dicho hacía un instante.

Sí, Semprún es el escritor más inteligente que he conocido en mi vida. Y he conocido a muchos. Lo sigo admirando como el primer día. Lo digo ahora, cuando sorprendentemente en estos tiempos de gran mediocridad intelectual, no forma parte de las referencias intelectuales de este país. Nada extraño por otro lado, no sé por qué me asombro.