Michael Corleone (Al Pacino) se refugia en Sicilia en <em>El Padrino: Parte I.</em>

Michael Corleone (Al Pacino) se refugia en Sicilia en El Padrino: Parte I.

Me pasé la Semana Santa corrigiendo las primeras pruebas del primer tomo de mis memorias, titulado Ni para el amor ni para el olvido, que publicará Renacimiento en los próximos meses. Pero en los pocos ratos de ocio y tranquilidad de esos días, volví a ver las tres partes de El Padrino, una soberbia e impresionante película que todos hemos visto al menos en una ocasión. La puesta en escena, el atrezzo, la interpretación artística, la dirección, la historia, lo que hay debajo de la historia, todos los procedimientos cinematográficos están aquí al servicio de una obra de arte que cuida los grandes y pequeños detalles como pocas.

En esta ocasión, leí a ratos la novela que popularizó Mario Puzo con el mismo título y el mismo asunto, la familia Corleone, jefes de la mafia en New York tras salir de la Sicilia más pobres y montaraz. En mis viajes a Sicilia, que ya van tres, desde la autopista central que atraviesa la isla desde Palermo a Agrigento, miraba hacia las cumbres en el centro de Sicilia y allí, casi entre las nubes, se podía vislumbrar aquel lugar mítico y tan rústico como primario que Puzo convirtió en sitio eterno: Corleone.

Sin embargo, nunca subí a Corleone. Por una razón o por otra, dejaba siempre para el día siguiente la visita al santuario de la familia que también aparece en la película y en la novela. De modo que en mi imaginario Corleone no es más que un pueblo perdido en una sierra siciliana que siempre he querido visitar. Sin embargo, nunca he tenido la ocasión de ver la cuna de los protagonistas de El Padrino. Viendo la película y, sobre todo, leyendo la novela me perdí en estos días de Semana Santa en elucubraciones y reflexiones varias, sobre todo por el lenguaje utilizado por los protagonistas y su gansterismo. ¿De dónde sacó Mario Puzo y luego Coppola esa manera sentenciosa de hablar, esos diálogos inolvidables, tan normales entre la familia y tan, sin embargo, literarios? Me pasó por la cabeza Marco Aurelio, Casanova y algunos otros escritores sentenciosos, más o menos prudentes, hasta que llegué al verdadero tesoro: El Príncipe de Maquiavelo. Como Maquiavelo piensan y hablan en el Vaticano: con esas palabras y ese silencio. Como Maquiavelo hablan los protagonistas y los personajes de Mario Puzo y Coppola y, al menos a mí, no me caben dudas de que El Príncipe sirvió para que los Corleone llegaran en la literatura y en el cine a ser quienes fueron y son.

El poder: esa es la obsesión del moño histérico y caníbal del que venimos y, a lo que parece, hacia el que regresamos. A veces ese moño asesino se reviste de moral y regresa a cobrar las deudas del recuerdo atávico, y en el fondo de su memoria se reaviva la llama del criminal que hay en todos nosotros (en unos más y en otros menos) y se inclina por las leyes de la violencia para ingresar en la casta de los ilustres. De la familia al clan, del clan a la nación. Por eso los Corleone no están solos, sino rodeados de simios pensantes y enloquecidos igual que ellos: el mundo del mundo, que no es la vida de la vida, sino otra estado de cosas en la que el moño criminal juega las cartas del poder con las peores intenciones, el poder absoluto sobre el negocio a costa de acabar con todo el que se ponga por delante. Los Corleone, esa es mi lectura, es un micromundo de la Humanidad entera y, en efecto, nos recuerda, al menos me lo recuerda a mí, al mono criminal que pone toda su inteligencia, la bárbara y la civilizada, al servicio de sus objetivos más oscuros y destructivos.

No, no subí nunca a Corleone en mis viajes a Sicilia, pero todas las noches de mis estancias, y como homenaje a la novela de Puzo y a la película de Coppola, me tomaba en la cena una buena botella de vino Príncipe de Corleone. Verán que la historia de Italia, y la de Sicilia y Nápoles en particular, está llena de príncipes que no lo son realmente, pero que tienen a gala llamarse así porque alguna vez los Borbones los dignificaron con ese título. Gente rural, primaria, loca, sin escrúpulos: la mafia siciliana, capaz de llegar al cielo secreto del Vaticano, al fondo oscuro de la política. Capaz de todo.

Otro príncipe, este de verdad, el Príncipe de Lampedusa, siciliano noble autor de El Gatopardo, otra lección de literatura e historia, decía que la historia de Italia se había echado a perder gracias a la ópera, "en cuya escena una cantante gorda y un gordo que canta tratan de convencer al público de que la historia que cuentan es verdad". En consecuencia, Lampedusa fue una sola vez a la ópera, en el mismo teatro en el que matan, al final de la película de Coppola, a la hija de Corleone, el Massimo, y se salió a la mitad de la obra porque no pudo soportarla. Cosas de sicilianos, de hombres como otros de otros miles de lugares: acción voluntaria del ser humano en el que se disfraza el mono histérico y criminal que llevamos dentro.