Cada verano, algunos traficantes de muertos ilustres, asesinados que nunca dejaron de sobrevolar nuestra memoria, sacan a pasear los cadáveres que están ya muy bien enterrados. Sacar a Franco del Valle de los horrores es una cosa y otra muy distinta traer a Machado de Francia para beneficio de un grupito de intelectuales insaciables; una cosa es enterrar a los muertos que fueron mal enterrados, o no fueron enterrados jamás, y otra es buscar como locos los restos mortales de García Lorca por toda Granada. Alguien, algunos, sacan muchos beneficios de estas entelequias sanitario-históricas que siguen sobreviviendo en nuestro imaginario colectivo como si nosotros hubiéramos matado a los interfectos. Sigo con Lorca: a veces parece un escándalo, y tal vez lo sea, que a cada rato inventen o sospechen o digan que hay indicios o simplemente afirmen que saben dónde están los restos de Lorca. Miles de páginas se ha llevado el poeta a su tumba sin encontrarle, desde simples especuladores que venían a cobrar su factura de trabajo hasta investigadores más serios que nunca se atrevieron a decir que sabían qué hacer para encontrar el cadáver del poeta.

En estos tiempos revueltos que vivimos (un topicazo para empezar una frase: sabemos desde hace tiempo que todos los tiempos son revueltos, aunque algunos son más revueltos que otros), Lorca es una efigie en el cielo que le señala con su dedo índice a los especuladores de siempre dónde están sus huesos tan buscados. Hay leyendas para todos los gustos y, en el fondo, una certidumbre moral que ha ido ganando adeptos con el tiempo y los años que han pasado: si no han aparecido los huesos del poeta donde los han buscado, es porque están en algún sitio donde la familia no permite buscar. La Huerta de San Vicente, por ejemplo. ¿Digo algo que no se sepa incluso por los más grandes especuladores y traficantes de cadáveres ilustres? ¿Estoy levantando un testimonio de inexperto que nunca se ha ocupado de estos lances y que entra ahora en la carrera de especulaciones por ansias inconfesables? Nada de eso. A Lorca, según todas las trazas escritas, lo mató Ruiz Alonso, el padre de la Penella y la Pávez, las dos actrices de envergadura a lo largo de su vida. Había profundas desavenencias entre él, el asesino fascista (perdón de ustedes la redundancia), y Pepiniqui Rosales; había un odio hacia la libertad que representaba el poeta Lorca en su vida: hacía lo popular y lo que era evidente que representaba, había odio contra su talento natural, contra su educación, su clase (o su desclase, había que estudiarlo), contra toda su personalidad y modo de ser, añadida ahí, en el centro del odio fascista, su evidente y constatada homosexualidad. Pero los García Lorca, la familia, no eran buenos rojos de tener cuidado, eran gente de orden, todo eso se sabe, y no sé a qué vengo a repetirlo. Y mantenían buena amistad con los Rosales y otros falangistas, y sobre todo eran cercanos a Martínez Fuset, personaje muy de confianza de Franco que en ese momento estaba en Londres al cuidado de Carmen Polo. Hay hipótesis sostenibles que cuando Martínez Fuset se entera en Londres del asesinato del poeta monta en cólera y se lo comunica a Franco, que le da permiso secreto para sacar -dos o tres días después de ser asesinado- a Lorca de su enterramiento en Viznar y llevárselo a la familia. La familia debió optar por lo más discreto posible: enterrar a Federico muy cerca de ellos, en la Huerta de San Vicente. O en otro lugar cercano que ellos pudieran vigilar y al mismo tiempo guardar de la política. De ahí al misterio del lugar van muchos años, ya Lorca es del dominio público, sus derechos de autor y sus teorías literarias; ya Lorca es universal, pero la discusión sobre su tumba real sigue siendo un misterio que, eso sí, aprovechan ciertos especuladores que han vivido del muerto a lo largo de muchos años como si ese muerto excelente fuera propiedad de ellos.

De modo que irrita un poco, al menos en la conciencia intelectual, que todos los años Samuel al muerto de Lorca a pasear bajo palio oficial, dando vueltas por aquí y por allá como si fuera la estatua de un dios invisible que, de tiempo en tiempo, cambia de tumba y cementerio. Recuerdo una vez, en México, que José Esteban, Ángel González, Carlos Barral y yo nos pasamos un día entero de cementerio en cementerio buscando el lugar de la tumba de Luis Cernuda. Nunca la encontramos, pero el presidente mexicano López Portillo fue notificado de la frustrante aventura de los españoles y ordenó que nos dijeran el lugar exacto donde reposaba el poeta. Ángel González escribió sobre el asunto la siguiente cuarteta: "El poeta Luis Cernuda/tiene buena información,/cuando viene Pepe Esteban/ se cambia de panteón": Vaya uno a saber si está pasando lo mismo con el poeta Lorca en Granada...