Los agoreros dicen que, según los dioses de las altas tecnologías, los periódicos y los libros, la industria del papel legible, se vendrá abajo a la vuelta de la esquina. En fin, a la velocidad que van los tiempos, en muy pocos años. Al otro lado, están los optimistas, quienes pensamos que siempre habrá una logia o una secta de ilustrados que nunca dejarán de leer papel. Un puñado de gente en todo el mundo que tendrá bibliotecas y se sumergirán en los libros como el que necesita respirar, porque para ellos, para nosotros, respirar es leer y viceversa, leer es respirar. Dicen los agoreros, y los pesimistas profesionales, que los optimistas somos pesimistas muy mal informados y que, en todo caso, la ceguera de la pasión no deja ver el viento de muerte que vuela sobre la literatura en papel, ese maravilloso objeto (en el fondo, sujeto sagrado) que llamamos libro. Hay gente que por leer se volvió loca y se convirtió en eternidad imaginativa y real: por el Quijote pasan los años y los siglos como si tal cosa. El otro día un amigo muy leído me llama por teléfono desde la sufrida Barcelona para decirme exaltado que ha vuelto a leer Crimen y castigo y que se ha quedado asombrado porque la novela del escritor ruso no ha envejecido ni un segundo. Cada vez que tengo un bajón de mi alegría natural por la vida, me meto de hoz y coz en Trópico de Cáncer y encuentro en Henry Miller la imaginativa mirada que hace que la alegría de vivir levante vuelo de nuevo. ¡Ah, los libros, la lectura!, ¡Qué dora más hermosa! Un amigo escritor va a dar a unos institutos de la isla de La Palma, en medio del Festival Hispanoamericano de Escritores, una lección de lo que es la lectura y le dice a los profesores que no les hagan leer el Quijote a sus alumnos, que ese objeto sacratísimo se debe leer a partir de los veinte o veintiún años de edad, saber y gobierno, cuando el joven tiene ya bien cimentada la esencia del objeto y el sujeto de la lectura. Tiene razón.

A mí me preguntaron hace poco, en otro acto de la misma índole, qué es lo que yo recomendaba para que le gente, desde los más jóvenes a los más viejos, volvieran su vista y su atención a los libros, volvieran a leer y a ser más cultos y más libres. Les di una respuesta radical: prohibir los libros. Es un experimento temerario, por supuesto, y yo no lo llevaría a cabo jamás, sólo estaba midiendo en ese momento la velocidad de pensamiento y entendimiento de los alumnos que me hicieron esa pregunta. Quería decir y repito aquí que si se prohibieran los libros durante un año o dos, serían los jóvenes quienes, por violar esa prohibición todos los días, volverían a la lectura de libros y a colocarse medallas en sus solapas morales al leer esos mismos libros. Ya digo que esa recomendación es sólo un modo de provocar a quienes parecen dormidos y camino del analfabetismo. El resultado económico va ganando la partida. Claro que el dinero es importante en la vida, muy importante, no seré yo el que diga lo contrario. Pero una cosa es una cosa y dos son dos cosas distintas: es decir, la batalla entre la cultura y el dinero no la puede ganar siempre el dinero, dejando a la cultura, y a la lectura como motor sustancial de la primera cultura, fuera del juego de la vida, olvidada en el desván de la nada y el olvido.

Tengo una edad en la que no voy ya a prescindir de ninguno de mis vicios vitales, sobre todo si alguno de esos vicios incluye la recuperación constante de nuestra memoria personal a través de la lectura de libros. Libros, por supuesto, en papel, que huelan a papel, que el tacto con el papel comience a echar a andar el ritual de leer del que tanto dependemos para seguir siendo quienes somos. En cuanto a las altas tecnologías y sus dioses totalitarios, que imponen los mecanismos industriales del poder con unan una fuerza descomunal, debemos ayudarnos de ellas. Cada vez que un invento progresista viene al mundo, vienen dos caras que siempre nos acompañarán: lo bueno del invento, por un lado, y lo malo de ese mismo invento. No hay una cosa sin la otra, y eso es lo peor de todo, porque lo más fácil es que el mal le gane la partida al bien. Salvo que el bien, y en este caso la lectura de los libros de papel es una de las cúspides de ese bien, se pertreche de alimentos y vitaminas -¡Ah, el libro, la lectura!- suficientes para ganarle la partida al mal que está siempre esperándonos a la vuelta de la primera esquina.