Desde el principio, tenía en su poder un arma poderosísima: la lengua y la literatura francesa; la lengua literaria universal, la lengua del mundo de la literatura. Pero Jean-Marie Gustave Le Clézio no se conformó con ese gran instrumento, ni con su talento, que desarrolló a lo largo de toda su vida; ni con su increíble curiosidad intelectual. Tenía una "patria" inmensa y, sin embargo, no se conformó con nadar en el centro de ese gran planeta. Y sin dejar de caminar por su mundo; sin abandonar su memoria y su geografía originaria, Le Clézio se convirtió en un nómada incansable, de modo que llegó a conocer rincones del universo, a leer y tratar a escritores de literaturas pequeñas que se hacían grandes no sólo por la lengua en la escribían sino por su mentalidad cosmopolita y su talento literario. Léase, Texaco, del escritor Patrick Chamoiseau, nacido en Martinica; léase Maryse Condé. Léanse otros muchos escritores de los que Le Clézio aprendió mientras ellos aprendían de Le Clézio, el Gran Nómada de la literatura universal contemporánea.
Como casi todo lo que conocí de joven en las literaturas del mundo, supe de los libros y de la existencia de Le Clézio por Carlos Barral, maestro que me inició en la lectura de libros y autores que yo, en principio, no tenía que haber leído. Con El buscador de oro, me sucedió una cosa curiosa. Durante la escritura de mi novela Casi todas las mujeres, esa misma novela se tituló El buscador de oro. Pero yo recordaba haber leído en algún momento una novela de alguien muy importante que se titulaba así, El buscador de oro. Era de Jean-Marie Gustavew Le Clézio, un exquisito escritor francés del que sabía que recorría todo el mundo y vivía en cualquier lugar como si, en efecto, el mundo entero fuera su patria, y todas sus lenguas fueran suyas o formaran parte de las suyas. Esa era su gran lección: escribía en cualquier lugar cualquier historia que aprendiera u oyera en ese mismo lugar o en otro cualquiera.
Muchos de los escritores "nómadas" que han intentado la misma o parecida aventura que Le Clézio terminan olvidando sus raíces, sus memorias y recuerdos, y sus rencores y afectos del alma, para transformarse en documentalistas de algo que en sus viajes les causa sensación o se convierten en un fantasma que sólo se podía sacar de dentro escribiéndolo, dibujándolo con palabras. Le Clézio no perdió nunca su memoria inicial, su pegamento al mundo del viaje, el cordón umbilical del escritor que camina por el mundo sin dejar nunca de escribir. El africano, que publicó Beatriz de Moura en Tusquets, es esa memoria de la infancia que todo escritor querría escribir. Memoria, recuerdo de su padre y de sí mismo, con tintes de la vida colonial en África, un elemento que seguro le concedió la vocación al escritor. Leí El africano con una envidia tremenda: la de saber que para mí era imposible escribir un libro, una memoria, una novela, como esa. En fin, supe que carecía de la memoria de aquel escritor francés que había recorrido el mundo escribiendo sobre todo cuanto la llenaba la atención; supe que esa aventura está reservada a seres superiores que desarrollan a lo largo de su experiencia un talento excepcional; supe, en fin, que tenía que conformarme con admirarlo. Leí Mondo y otras historias, una baraja de relatos extraordinarios que, lo supe inmediatamente, eran también relatos de la experiencia del gran escritor. Y sí, he leído muchas más novelas y títulos de Le Clézio, de modo que no me extrañó nada cuando en 2008 los académicos suecos, que leen básicamente en francés, le concedieron el Nobel de Literatura.
El Nobel no calmó la búsqueda de experiencias nuevas que escribir por parte del nómada francés, un intelectual sin fronteras, sin miedos y con la memoria que le dio la Naturaleza para escribir sus más de cuarenta libros hasta el momento. He hablado dos veces con Le Clézio, en Segovia, durante el Hay Festival, y en Lima, durante una feria del libro. Siempre le expresé mi admiración sin tapujo alguno y creo que, en fin, es uno de mis ídolos literarios. A la hora que es y a la edad que tengo puedo permitirme estas libertades: tener ídolos, respetarlos, admirarlos y decirlo, a ser posible por escrito. Eso hago ahora con Le Clezio, un hombre grande en todos los sentidos. Con esa gran lengua con la que vive y escribe pudo quedarse "a descansar" en un lugar chiquitito, en una literatura nacional chiquitita, adoptar el camuflaje de un folklórico escritor "local", contento con respirar desde el útero materno, a resguardos de los fríos y las tormentas del viaje y la aventura de la vida.
Me congratulo en admirarlo, pues, entre otras cosas porque para mí es un ejemplo claro del escritor moderno, cosmopolita, nómada, viajero y aventurero de sí mismo y de los demás.