Fue una ocurrencia de Juan Benet, a principios de la década de los 70. Benet, por razones de su trabajo de ingeniero, iba con cierta frecuencia a Las Palmas de Gran Canaria. En esta ocasión venía del Sahara que todavía era español, donde tuvo que estar unos días para resolver no sé qué asuntos de carreteras en el desierto. Venía deslumbrado. Fuimos a cenar a un restaurante chino, junto a la playa de Las Canteras, y bebimos lo de costumbre, con risas y hecatombes sobre los enemigos o los que fungían como tales. Benet estaba vestido de negro de los pies a la cabeza y tenía una noche divertida, pero su principal batalla era convencerme de la expedición al Sahara; que hiciéramos un viaje de una semana o diez días por el desierto; que convenciéramos a Carlos Barral para que nos acompañara desde el principio del viaje; yo añadí a José Esteban, y ya éramos cuatro. Benet se tomaba aquella expedición con un espíritu occidental, casi londinense, y parecía que había asumido el papel de Lawrence de Arabia, pero sin salir de Londres ni comer la arena del desierto. Insistía minuto tras minuto en aquella locura, trazaba itinerarios sobre dunas y barrancos secos que iba imaginando en el cabeza de ingeniero. Yo me acordaba de aquel cuento, excelente, de Paul Bowles, "El tiempo de la amistad", que narra la aventura de una profesora que llega a las afueras de Tánger y se la juega en la noche caminando en la arena solitaria de la que nunca saldrá. ¡Espíritus occidentales jugando con fuego!
Benet seguía divirtiéndose como un niño. Tres camellos, o cuatro, o cinco, depende de los que vayamos, decía convencido de la inminente aventura. Él ya había estado en el Sahara y sabía que era pan comido, que estaríamos siempre protegidos por el ejército español y que no íbamos a tener ningún problema. Había además un incentivo literario: cada uno de los expedicionarios tenía que escribir un cuento de su experiencia en el Sahara. Yo conocía una pequeña parte del Sahara, donde había estado unos días con el poeta Enrique Badosa y antes, cuando se dictó la sentencia del consejo de guerra franquista contra mí, para participar a los jefes militares del Sahara mi descontento (fui con mi abogado) por la arbitrariedad y la farsa que había sido el juicio. Que me lo piquen menudo que lo quiero para la cachimba: nos echaron como agua sucia después de pasar una noche horrenda en un barracón militar.
Hice un viaje a Madrid presionado por Juan Benet. Teníamos que vernos todos, cenar un día urgente y ponerle fecha a la expedición. Tenían que venir a esa cena Carlos Barral y José Esteban. Benet les explicaría la aventura y sólo quedaba que nos pusiéramos de acuerdo. Pero esa noche Carlos Barral llegó con el poeta Gil de Biedma bien cargado de licores. Hubo una discusión tremenda entre Benet y Jaime, a ver quién era más inteligente y quién vencía a quién en un torneo verbal lleno de disparates y estupideces. Así eran ellos: estatuas de bronce antes de tiempo, dipsómanos entregados a su propia vanidad y habladores interminables.
Sí, se habló durante unos minutos de la expedición al Sahara, mientras Pepe Estaban en silencio bebía sus whiskies con creciente asombro. A los pocos minutos estalló la discusión por no sé qué estupidez y ya no hubo manera de imponer el orden en la mesa durante toda la noche.
Ahí quedó la aventura de la que nunca se volvió a hablar. Tengo la impresión de que Juan Benet tenía en la cabeza una aventura sahariana que pudiera ponerse a la altura de las aventuras árabes de su hermano Paco, que había desaparecido finalmente en un desierto sirio, si mal no recuerdo. Benet, Juan, era así, por lo menos en esa época en la que todavía no se había entontecido como en su última época, donde sus acólitos lo llamaban Don Juan y él aceptaba orgulloso el tratamiento. Esa era la época en la que tuve una amistad muy cercana con Juan. Incluso lo leía. Sus primeras cosas, algunas de las cuales me llenaron de un raro entusiasmo que, con el tiempo, fue decayendo hasta que se hizo ceniza. Un día, Marisa Torrente quiso que nos juntáramos otra vez, como antaño. Habían pasado como diez años en que Benet y yo no nos tratábamos con la cercanía del principio, y Marisa pensó que debía poner fin a aquella distancia nuestra. Hizo una cena, amable y divertida, pero no hubo aquel "fílin" del tiempo de la amistad y la magia de aquel proyecto de expedición que nunca se llevó a cabo. Benito Fernández, biógrafo de Benet, me pidió hace unos días información sobre aquel proyecto que se quedó en nada y este escrito es prueba de mi memoria en la que, es seguro, se pierden detalles y voces que, en todo caso, volverán a mí cuando escriba sobre Benet en mi segundo tomo de memorias, titulado Si muero lejos de ti, y que ya está en marcha, con lentos procesos de recuerdos y horas felices de escritura.