Hace años acaricié la idea de escribir un relato, todo lo largo y profundo que pudiera ser, sobre el Bowery, el barrio neoyorkino entonces deshabitado, solitario, abandonado por todos en medio de Manhattan. El proyecto surgió tras una visita al lugar en una mañana de un domingo, otoñal y ventoso. El poeta Ángel González y yo habíamos decidido hacer esa visita el día anterior, durante una tenida de alcoholes variados en el bar del Algonquin, donde se habían reunido celebridades en torno a Dorothy Parker y en el mismo lugar donde todavía en aquellas fechas Norman Mailer imponía sus criterios a gritos de discusión y, a veces, incluso a puñetazos. Toda una mitología intelectual de la época.
No recuerdo bien cómo entramos en el Bowery, por qué esquina o hueco, por qué avenida solitaria y brumosa, pero me veo caminando con el poeta González ya en pleno barrio, cada uno de nosotros con una lata de cerveza fría en la mano para entretener el tiempo en su momento. De vez en cuando, en la lejanía, en algún rincón más o menos cercano, se veían grupos de seres que alguna vez fueron humanos. Esos seres, que se movían con dificultad, ataviados con ropajes sucios y raídos y con zapatos rotos por mil rincones, eran la mugre que la civilización había arrojado al infierno después de haberlos situado en los lugares de los héroes, en la defensa de la patria, de los valores sacrosantos de la libertad de mercado, en la lucha contra el comunismo. Eran muñones, lisiados y liquidados por el mundo, que los había abandonado para siempre en aquel dantesco infierno en medio de Nueva York: una cárcel con las puertas abiertas en la que quien entrara por propia voluntad era difícil que volviera a salir. Eran los restos de los cientos de heridos en la guerra del Vietnam, los números de la muerte que habían sobrevivido a aquel otro infierno selvático de Asia. Aquel grupo que parecía hacer guardia en torno a un bidón de gasolina que ardía para darles un poco de calor éramos nosotros mismos, le dije al poeta González. Podíamos ser nosotros mismos en cualquier momento. De todo eso, del viaje dominical al Bowery, hace ya más de treinta y cinco años. Recuerdo que de vez en vez alguno de esos pobres desgraciados se acercaba a nosotros con la mano abierta exigiendo una limosna que él no sabía que le debíamos todos. ¿Cuántos asesinos había escondidos en el Bowery, en sus edificios vacíos, en sus rascacielos destruidos y ciegos, en aquel bando de aquella plaza que el poeta González y yo atravesábamos con miedo y con asombro? ¿Cuántos de aquellos caminantes sin camino, seres sin nada, zombies de la civilización, eran inocentes de todo, cuántos delincuentes había, cómo podían convivir sin alterar un orden que parecía no moverse ni un palmo aquella mañana de domingo?
Dije que hacía viento porque recuerdo que al doblar alguna esquina el viento cantaba una melodía desafinada mientras en el aire, camino de un cielo soñado, papeles y plásticos andaban bailando enloquecidos de un lado a otro, sin sentido del ritmo en aquel jazz caprichoso y surrealista. Sí, a veces, daba miedo aquel infierno. ¿Cómo podía ser, en medio del fulgor esplendoroso de Manhattan, cómo existía allí mismo, junto a la Pequeña Italia, tan llena de establecimientos de cosas, objetos y grandes restaurantes? ¿Entraba aquí, a los recovecos oscuros y siniestros del Bowery la policía, o como en otros infiernos del mundo había pactos secretos, no escritos pero inquietantemente exactos siempre, que respetaban capos y autoridades en un extraño, interminable y cínico equilibrio?
No he vuelto a entrar en el Bowery en más de treinta y cinco años, pero el nítido recuerdo del barrio de los desheredados, deshabitado y muerto, poblado sólo por sombras fantasmales que fueron el alguna ocasión hijos, soldados, hombres decentes y activos dentro de la sociedad que los deshizo y los desahució después, quedó en mi memoria para el resto de lo que hasta ahora he vivido.
El confinamiento obligatorio y necesario me ha traído de nuevo a esa misma memoria mía, felizmente inagotable hasta hoy, aquella visita al Bowery con el poeta González. No recuerdo, y eso es verdad, tampoco cómo salimos del infierno, por qué puerta invisible, por qué desfiladero tenebroso, entre qué demonios salidos de la nada. Simplemente, salimos. El resto puede ser contado como una anécdota, un cuento, un relato que nunca escribí a pesar de las ganas que en muchas ocasiones a lo largo de estos años tuve para hacerlo. No lo hice, pero estos días, el Bowery de nubes oscuras aquel domingo de otoño resurgió en mi memoria como Gotham que viniera a recordarme la fragilidad del ser humano en momentos tan terribles como los que ahora todos, todos aunque unos más y otros menos, estamos sufriendo. ¡Ah, el Bowery! Ni siquiera sé si lo han rehabilitado, aunque algún rumor escuché en mis dos viajes anuales a Nueva York. Eso que hace el sistema cada vez que necesita mostrar su esplendor: destruye lo que hay, ya podrido por el mismo sistema, lo levanta de nuevo, lo reconstruye a precios mucho más altos y lo vende. Tal vez, cuando vaya de nuevo a esa morgue que ahora tristemente es Nueva York, busque una puerta secreta por la que entrar en el tiempo pasado, en aquel Bowery y cumpla con la tentación que sentí hace más de treinta y cinco años en el mismo lugar: el vértigo de quedarme allí, para siempre, dentro de aquel infierno, aquel silencio, aquella selva.