Sólo estuve una vez en Praga: tres días maravillado de la ciudad, de la gente, de la historia. Entré en algunas iglesias con el poeta Andrés Sánchez Robayna, que lo apuntaba todo. Fuimos a la Plaza de San Wenseslao, recorrimos parques y casas inverosímiles. Una casa-jardín, más jardín que casa, en la que había una escalera a la intemperie que subía hasta el cielo de Praga. Desde allí se podía ver la ciudad desde el aire. Fue allí con Julio Llamazares. En fin, Praga, una ciudad poética y mártir. Y resistente. Supe mucho de ella después, cuando estudié a algunos de sus escritores y poetas, cuando recordaba el camino que hice siguiendo los pasos de Kafka, aquella casa suya, el castillo y el bosque. Parecía todo de juguete literario, y tal vez lo fuera, aunque la historia había arrastrado a ser central en Europa. Había una calle, la calle de Jean Neruda, donde existía una pequeña cafetería bar; un establecimiento donde entraba el cliente y preguntaba si había un café colgado: café que había pagado algún cliente anterior para que se lo tomará el que viniera después y lo quisiera. Rumores de Praga. Kafka era otro resistente; resistente del mundo y resistente de la vida. Nadie le hizo mayor caso a lo largo de su existencia lóbrega y sedentaria, pero Kafka escribía en silencio. Paseaba por Praga y escribía. Sufría y escribía: luchaba por escribir y vivir. Y amar. Kafka y Praga, Praga y la política, Praga y el siglo XX. Cayeron sobre ella los nazis, después los comunistas y en 1968 llegó la primavera de Praga, imposible y al mismo tiempo probable.
Ayer noche se me fue la cabeza a Praga y al poeta Czeslaw Milosz, aunque no tengan mucho que ver. Grandísimo poeta y gran pensador. Un resistente. Ayer el pensamiento hacia Aleksander Wat, aquel inmenso ser humano que cayó en manos de las SS de Hitler y después en manos del comunismo de Stalin. Se pasó toda su vida en cárceles y torturas miles, enloqueció varias veces, pero siempre fue fiel a un concepto que tenía clavado en su cabeza desde que era un niño: la resistencia. Hoy resiste cualquiera y cualquiera se puede llamar resistente, aunque casi todo el mundo prefiere un término que creen lleno de certidumbre pero que, por lo menos para Wat, era sinónimo de canalla.
Leí Mi siglo, que se había publicado en Inglaterra en 1977, más de quinientas páginas de pensamiento, ilustración, cultura e historia, con un placer creciente que terminó en recuerdos constantes de las frases y pensamientos intelectuales y políticos de Wat, cuya biografía merece sin duda una gran novela. Presenté el libro, la edición de Acantilado, en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, y expliqué entonces, y en parte lo hago ahora, lo grandioso que me pareció y me parece todavía el libro de Wat. Compuesto por una larguísima conversación (en realidad, conversaciones consecutivas y empecinadas) de Wat con el poeta Milosz, en una estancia en la que ambos coincidieron en la Universidad de Berkeley. No sobra ni falta nada en este grandioso, formidable, atrevido y valiente libro de Wat, que recomiendo a quienes hoy se creen con derecho a opinar de todo y sobre todo, sin saber nada o casi nada, olvidando aquella frase terrible de Manuel Azaña: "Si los españoles se limitaran a hablar sólo de lo que saben habría en todo el país un inmenso silencio".
En Mi siglo, hay un momento en que Wat le contesta a Milosz precisamente por la supervivencia, por el superviviente. Están hablando de un poema de Bertold Brecht sobre ese mismo concepto. Pero Wat interrumpe al poeta que lo interpela y le dice que hay una diferencia muy grande entre el superviviente y el resistente. "El superviviente es un canalla, y Brecht lo sabe muy bien; el resistente es honesto. Es un héroe".
Hoy se confunden los dos términos y, en definitiva, los dos conceptos que, según Wat (y yo estoy de acuerdo con él), son distintos. A Semprún lo llamaron superviviente, incluso sus ex-comparsas comunistas, pero cuando salió del PCE, en que llegó a ser el tercero en el mando, lo llamaron de todo. En mi concepto y en el de Wat no era un superviviente. Era un resistente, y el personaje más inteligente, en sentido estricto, que he conocido en toda mi vida. Semprún murió en París: la vida y la vejez la cayeron encima como una losa terrible y la muerte se lo llevó en poco tiempo. No pude ir a Viriatu, donde se celebró el sepelio, y donde fui invitado por su familia, pero recuerdo muchas cosas de él y la amistad que mantuvimos a lo largo de todas nuestras vidas. Wat regresó a París una vez más y después se suicidó un día que no cayó ningún aguacero ni era santo. Ambos, cada uno en su especie, Wat y Semprún, y Brecht lo sabía, lucharon por algo que se sigue llamando libertad, en cuyo nombre miles de supervivientes y canallas han cometido miles de crímenes.