Galdosiana (10)
Para un creador la tierra propia, el lugar donde nació, suele ser una incomodidad que se crece en el tiempo y se transforma en una necesidad de huir
La llamada leyenda negra de Galdós trata de presentarlo todavía como una suerte de Conde don Julián, un traidor a su patria chica y, como diría Franco de Berlanga, "un mal español". La leyenda tuvo suerte y se extendió por bocas y oídos que necesitaban darle aire, pero esa atribución también le fue señalada a Santa Teresa con Ávila y a otros muchos escritores con su propia tierra. Para un creador la tierra propia, el lugar donde nació, suele ser una incomodidad que se crece en el tiempo y se transforma en una necesidad de huir de esa cueva, de esa zona de confort, y refugiarse en un mundo lo más lejos posible de ella, de esa misma tierra. Cabría preguntarse por qué suceden estas cosas con unos escritores o artistas en general y con otros no. Galdós salió hacia su aventura forzado por su madre (una madre de hierro) para dejar atrás un amor peligroso y familiar que amenazaba con un gran escándalo. "De Canarias, ni el polvo", dicen que dijo sacudiéndose las zapatillas cuando llegó al puerto de Cádiz. Este supuesto o real episodio ha servido para levantar falsos testimonios contra el novelista y para inventar una mitología "antipatriótica" como costumbre galdosiana. ¿Y qué, si lo dijo?, me pregunto yo ahora, muchos años después.
Mercedes Pinto, galdosiana de primera hora, "oveja negra" para la parte conservadora de su familia (la materna, De Armas), salió de su tierra con la misma dificultad que lo hizo Galdós, por los problemas de índole familiar que luego la obligaron a escribir El (de la que Buñuel haría una versión cinematográfica de enorme éxito) y Ella, sus dos obras más importantes, publicadas en Montevideo y Santiago de Chile. Mercedes Pinto escribiría en Ella que no quería marcharse de Canarias pero que la obligaban los condicionantes sociales y familiares que terminaron por echarla de la zona de confort. Gracias a esa aventura, Mercedes, familiarmente Memé, recorrió América entera, fue parte de la España trasterrada y clavó sus raíces insulares y españolas en el centro del que fue su último país de amor y residencia: México. "¡Qué tierra más hermosa para la mala gente que la habita!", dicen que repetía a veces Manolo Millares, el Goya de la pintura española del siglo XX, cuando regresaba a su isla y se quedaba hipnotizado por la hermosura del paisaje isleño. ¿Y qué si lo dijo?, me pregunto yo ahora, algunos años más tarde.
"Viajero, en tu tierra cuatro veces más", me aconsejó una vez Alfreado Kraus hace ya bastantes años, aunque yo no lo he olvidado. Quería decir que si en Barcelona o en La Coruña, en París o en Nueva York, te pagaban una cierta cantidad por una conferencia, tenías que cobrar cuatro veces más cuando fueras requerido por tu tierra. Él pudo conseguirlo pronto, gracias a su superioridad estética y a su capacidad creativa, y marca un ejemplo de lo que debíamos hacer todo y nadie consigue: valer (y costar) cuatro veces más en la tierra que te vio nacer que en cualquier otro lugar del mundo. Tal vez, en nuestra reconocida sordidez cultural, alguien pueda entender que este modo de imponerse por parte del artista sea un abuso, sobre todo si se trata de su propio terruño, al que parece que se debe todo lo que no hace en la vida o que le debes lo que en la vida dejas de hacer. El conejo me riscó la perra.
Don Julián, entonces, aquel noble traidor que cruzó el Estrecho de Gibraltar para señalar a las tropas de Tarik y Musa el camino exacto para conseguir el triunfo en la invasión de la Península: el gran traidor. La leyenda negra de Galdós, o Teresa de Ávila, o quien sea; la frase de Millares, sea o no verdad; el criterio de Kraus, que implica la necesidad del reconocimiento en la patria chica o la patria grande, o en cualquier territorio con visos de sentimentalismo. José Emilio Pacheco escribió un memorable poema sobre este asunto de la traición del escritor (creo que se llamaba así, 'Traidor a mi patria') donde confesaba, con la belleza de la palabra clara y sincera, sin desmesura espesa y sin lirismos nacionalistas, el amor por cuatro cosas que para él, para el poeta, significaba la patria. ¿Y sabe alguien cuál es, en realidad, la patria del escritor? Galdós construyó una ciudad, Madrid, sólo con palabras literarias; Mercedes Pinto dibujó en su biografía el mundo español y americano desde el momento en que huyó por Lisboa para escapar de la condena al confinamiento en Fernando Poo, donde la había enviado cuarenta y ocho horas antes Primo de Rivera. Millares hizo de Madrid el mundo, en un tiempo negro, rojo y blanco lleno de grises, el mismo universo que retrató en cada una de sus arpilleras, discutidas e indiscutibles. Y Kraus, por encima de todo, escogió la aventura de su viaje interminable. "Alfredo", le dijo su maestra de canto doña María Suárez Fiol, "aquí ya no tienes nada que hacer. O París o Milán", le dijo. Y Kraus escogió su camino, el de su vida, la vida del mejor tenor lírico de su época, su época, su vida y el canto, su verdadera patria.