Esta mañana no podré escribir versos tristes, sino palabras de vida larga y esperanza continuada. Escribo ahora mismo bajo un laurel de Indias que habla a todo el que se refugia bajo sus benéficos abrazos. Solo que exige atención, que le pongan escucha, que agudicen el oído. La gente, en general, no atiende a los sonidos de los árboles, no saben (y si lo saben no lo creen) que hay árboles que hablan, dan consejos, sugerencias, advierten de los peligros, reflexionan y conversan con las personas cómplices.

Estoy en el centro geométrico de la Plaza de España, en Los Llanos de Aridane, Isla de La Palma, Canarias, triple magia sobre el Atlántico, y escribir bajo un laurel de Indias centenario es un privilegio dado exclusivamente a quienes tienen los sentidos encendidos desde la mañana a la noche. El Gran Arquitecto del Universo viene a advertirnos varias veces todos los días de los peligros y las desesperanzas, lo que sucede es que el ser humano, sometido a urgencias, minucias y angustias vanas suele perderse en su propio laberinto. Nadie le dice que entre en esa cueva de perdidos, porque una vez dentro se sabe que es cuasi imposible salir. Y esa suele ser la mayor preocupación.

Dice la gente de Los Llanos de Aridane que si el laurel de Indias del centro de la Plaza de España hablara alguna vez se sabría toda la historia del pueblo, y todavía más, las de toda la Isla de La Palma. Yo vengo al laurel bajo el que escribo ahora un par de veces al año y atiendo sus palabras silenciosas: como una brisa fresca que acaricia los oídos. Lo único que el que escucha con atención tiene que hacer es traducir el silencio suave del laurel, sus sombras, que no penumbra ni umbría, sino caricia, masaje del alma, tranquilidad continuada.

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Me siento bajo el laurel de Indias y le pregunto cómo será el Festival de Escritores que en esta ocasión vamos a celebrar esta semana. Los escritores de “CentroAmérica cuenta” están a punto de llegar a la Isla de La Palma, a punto de llegar a Los Llanos, esta bendición de la divinidad que ha sobrevivido a la desgracia de su volcán, abierto ahora en la distancia y a quienes la gente de la isla mira con respeto y cuidado. Ahí está el volcán, que será visitado por estos escritores de América, cuya experiencia en volcanes es muy superior a la de los palmeros y los canarias en general.

Pero el lugar central, el corazón de Los Llanos de Aridane está exactamente en el centro geométrico de su Plaza de España, bajo el laurel de Indias centenario, que lo sabe todo y que avisa con prudencia y en silencio de peligros o felicidades y alumbra la luz con la sombra en la vida cotidiana de la gente del pueblo y de los visitantes de este lugar extraordinario, mucho más que acogedor.

Escribir bajo el laurel de Indias de la Plaza de España en Los Llanos de Aridane, Isla de La Palma, es hacer ejercicios líricos, inevitablemente, porque de su silencio sale la cercanía de América en la mente de todos los palmeros, que vieron que un día tuvieron que irse a América como emigrantes: la isla nos daba para más y la miseria los obligaba a huir de cualquier manera, siempre a toda velocidad.

Escribir bajo un laurel de Indias centenario es un privilegio dado exclusivamente a quienes tienen los sentidos encendidos

Esa es la memoria épica de la Isla de La Palma, la que descansa en la sangre y en los recuerdos de los palmeros: América siempre ha estado cerca, la distancia nunca ha sido el olvido, como por el contrario reza el bolero, los americanos se sienten aquí, bajo el laurel de Indias protector, y en toda la Isla de La Palma, en su casa. Todo suena a propio, a muy conocido, a aire íntimo. Todo es un espejo que va más allá de la geografía cotidiana, un espero impregnado por el vaho de la memoria americana de la Isla.

Ahora llegan los escritores de allá: vienen a hablar a la Plaza de España a dos metros de donde yo estoy ahora también escribiendo estos versos que no terminan de serlo, pero que llevan dentro la gloria de la esperanza, la fe del agricultor isleño que lucha con la tierra para sacarle una piña de plátanos únicos, o el pulso del pescador que trae todos los días a tierra el regalo de las cabrillas, de la brota y el candil, tesoros de la mar de esta isla única y sagrada.

Escribo, pues, las últimas palabras de este cántico con la mente puesta ya en los amigos escritores que llegan dentro de un par de horas a esta playa también única, llena de voces silenciosas, de sombras que no penumbras ni umbrías, de gloria encarnada bajo el laurel de Indias centenario, más allá del siglo y del olvido, del tiempo y el bronce, lejos del ruido y la furia de todos los días.