Sempruniana (y 3)
Era un intelectual cuya ética personal estaba por encima de todos los convencionalismos ideológicos que aparecieron en el universo de los tiempos.
A Jorge Semprún lo conocí en persona en otoño de 1977, el día de la presentación al público de la edición de su Autobiografía de Federico Sánchez, en un salón del Hotel Suecia, en aquella época “el hotel de los escritores” porque todos los que venían a Madrid, y podían, se hospedaban allí. Semprún ya era una leyenda y su figura estaba en España en pleno apogeo.
Además, hablaba con todo el mundo, sonreía de verdad, se mostraba amable con los lectores y admiradores y, claro, venía de una experiencia que llevaba en sus espaldas el mundo entero del siglo XX. No, no era un superviviente, como tantas veces se ha dicho. Era un resistente. El superviviente tiene unas características canallas y de muy mal gusto en su biografía y Semprún, a pesar de las críticas de los comunistas a partir del 64, estaba limpio.
Hablaba de cualquier cosa con toda libertad y sabía de todo. Hasta de fútbol. Él fue el primero que me nombró a un futbolista francés a quien todavía poca gente conocía y me profetizó su gran éxito posterior: Michel Platini.
[Semprún: moral política y moral ciudadana]
Un día de 1978 me llamó desde París, su ciudad, a la que había vuelto después de pasar una temporada en un pueblo catalán, Pals, donde, si no me equivoco, escribió La algarabía, una novela que pasó inadvertida para los supuestos lectores. La revista francesa Le Nouvel Observateur, me dijo por teléfono, le había encargado una entrevista con Adolfo Suárez, por entonces presidente del gobierno español en la primera transición a la democracia.
Quería que le consiguiera una entrevista con el presidente, pero yo no conocía a Suárez todavía y tardé un tiempo en hacer algunos trámites con amigos cercanos al político. Se me adelantó Jesús Aguirre, entonces en el ministerio de Cultura como Director General de Música, a quien había recurrido Javier Pradera, íntimo de Semprún desde los tiempos de la dictadura franquista. De modo que Semprún vino a Madrid, se fue a La Moncloa a hacer la entrevista a Suárez y, al final y por la noche, vino a cenar a mi casa de Las Rozas, en las afueras de Madrid, donde yo vivía entonces.
No, Jorge Semprún no era un superviviente, como tantas veces se ha dicho. Era un resistente
Venía, me dijo, muy sorprendido porque esperaba encontrarse con una especie de falangista chusquero y sin formas y, de repente, encontró en el presidente Suárez un hombre muy educado, con las ideas claras, los contenidos llenos de esas ideas y las formas elegantes de alguien que creía en la democracia completa que se estaba construyendo. “Creí que iba a encontrarme con un patán de la dictadura y me encuentro con un demócrata convencido de la democracia que todavía no ha llegado del todo”.
Semprún era de ideas muy de Camus, muy camusiano. Ya lo he dicho otras veces, pero lo repetiré una vez más: era un resistente, un intelectual atormentado por los episodios de la Guerra Civil, la Guerra Mundial, los campos nazis de extermino y otras tantas tragedias de las que era víctima experimentada. Era un intelectual cuya ética personal había terminado por estar por encima de todos los convencionalismos ideológicos que aparecieron en el universo de los tiempos. El resto de su vida la pasó escribiendo y recordando por escrito todo cuanto había sucedido en la vida. Estudioso del marxismo, podía discutir con quien fuera durante horas hasta dejar derrotado a su interlocutor, con referencias y argumentos que era muy difícil refutarle.
Podía discutir durante horas hasta dejar derrotado a su interlocutor con argumentos que era muy difícil refutarle
Muchos años después, el presidente del gobierno Felipe González lo llamó a uno de sus gobiernos como ministro de Cultura. Le telefoneó desde Madrid y le preguntó si tenía pasaporte español. Semprún le dijo que sí lo tenía y González le hizo una propuesta que lo sacó de París y lo trajo a Madrid como ministro del gobierno socialista de aquellos momentos. Su paso por el ministerio no estuvo vacío de problemas y de polémicas. Se enfrentó a Pilar Miró y a una parte de la intelectualidad española por un lado. Por otro, hubo gente que no estaba de acuerdo con que Semprún, a quien llamaban “El francés”, siguiera siendo ministro.
Además, a Colette Leloup, su mujer, no le gustaba el ambiente de Madrid y quería volver a París. Los enfrentamientos personales con Alfonso Guerra llegaron a oídos de la prensa y todo el mundo se hizo eco de la enemistad creciente entre Semprún y el entonces vicepresidente.
Más tarde, me lo encontré desayunando con toda su familia en el Hotel Imperial de Nueva Delhi, en la avenida Yanpah de la populosa ciudad india. Yo estaba allí a la búsqueda de una novela de españoles en la India que está medio escrita y que sospecho ahora que no voy a publicar nunca. Nos abrazamos y quedamos en volver a vernos en Delhi, en el mismo lugar una semana más tarde. Nunca volví a verlo en la India. Colette había sufrido un terrible ataque estomacal, con infección incluida, y tuvieron que regresar a París en un vuelo urgente.
Después, ya en su decadencia física y fallecida Colette, vi a Jorge varias veces en Madrid y en Barcelona. Siempre lúcido e inteligente. Creo que alguna vez almorzamos en la Ciudad Condal y recordamos nuestra amistad. Semprún ya estaba muy cansado. Tiempo más tarde llegó la mala noticia de su muerte en París. La familia me invitó a sus exequias y enterramiento en Viriatou pero yo no asistí. No puedo resistir mi propia presencia en los entierros de mis amigos.
No quiero verlos muertos nunca, ni tener la experiencia y la memoria de verlos muertos. Ni siquiera puedo escribir necrológicas de esos amigos muertos y Semprún fue uno de ellos. Prefiero recordarlo así: entero, íntegro, sonriente, atractivo, escritor completo, memoria del siglo XX. Un ejemplo para todos y uno de mis más grandes referentes intelectuales y literarios.